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Bitcoins Código Varmint (Legar el caos, eso sí es legar)

Desde la calle el edificio luce imponente. Desde dentro lo es incluso más. Estoy en el interior del banco central de la ciudad de la luz. Nunca pensé que alguna vez entraría aquí. Este es el único lugar de la ciudad donde se pueden cobrar transacciones internacionales. Hoy recibiré el primer pago de la beca literaria. Cien bitcoins. La misma cantidad que le pagan a los veteranos de guerra. Van a pagarme cien bitcoins todos los meses durante seis meses. Nunca he sido dueña de tanto dinero. El salón es amplio. Luminoso. Luminosas las paredes. Luminoso el techo. Incluso el suelo. Avanzo despacio. Un miedo incómodo me recorre el cuerpo. Confortables las butacas. Elegantes los clientes. Elegantes los empleados.

El guardia me interrogó antes de dejarme pasar. Frunció el ceño cuando respondí a sus preguntas. Pidió mi identificación. La examinó con cuidado.

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La puso a contraluz. Luego me cacheó el cuerpo, casi con fastidio. Cuando entré al salón todos los rostros se volvieron. Todos los ojos sonaron pip como un lector de códigos de barras. Los ojos me ardieron sobre la cicatriz del hierro caliente. Me siguen ardiendo.

Hay cuatro cámaras de seguridad hasta donde alcanzo a ver. Quizás sean más. No puedo saberlo con certeza. Una de las cámaras sigue mis movimientos. El sistema detecta en mí una amenaza. Es lógico, supongo.

Avanzo hasta la taquilla número cuatro. El hombre de la caja es joven aún. Los ojos verdes-azules-amarillos. La nuez de adán prominente. La barbilla quebrada. El hombre me explica que no puedo cobrar el dinero. No ahora. Las cuentas internacionales están congeladas debido al conflicto con la ciudad de humo. Seguirán así por los próximos seis meses. El banco central ya está buscando una solución. Por ahora se pueden hacer depósitos, pero no extracciones, dice el hombre de los ojos verdes-azules-amarillos.

De nada vale mi punto de vista. Estas son las reglas. El hombre de los ojos verdes-azules-amarillos no tiene la culpa. Él solo es el instrumento. Él solo presta la voz. Reglas son reglas. Pero no se preocupe, dice el hombre. Puede abrir una cuenta bancaria. Los pagos se irán acumulando, dice. En seis meses puede regresar y extraer el monto total, si así lo desea.

Las indicaciones me desconciertan. No es lo que yo esperaba. Tenía planes inmediatos para ese dinero. Queríamos comprar una lavadora. Así yo no tendría que ir a la lavandería cada domingo. Así mi marido y yo podríamos pasar más tiempo juntos. La renta se lleva casi todo lo que logramos conseguir. Sin una entrada extra nunca podremos tener una lavadora. Una lavadora es importante. Por otra parte, está Denise. Tiene una deuda de quince bitcoins. Esos tipos son capaces de todo. Incluso de matarla por quince bitcoins. El tiempo se le acaba.

Para abrir una cuenta bancaria debo hacer un primer depósito de cincuenta bitcoins o más. La primera transacción me sirve para abrir la cuenta. Una cuenta de cien bitcoins. O casi cien. Hay un impuesto del quince por ciento. El hombre de los ojos verdes-azules-amarillos me explica los pormenores. Firmo las planillas. Toma mis huellas dactilares y palmares. Toma una muestra de ADN. Escanea mi rostro. Escanea mi iris. Mi retina. Listo, dice el hombre de los ojos verdes-azulesamarillos. Venga en una semana a recoger la tarjeta. Lo dice y sonríe. Tiene una hermosa sonrisa.

Salgo del banco central de la ciudad de la luz. Aturdida salgo. En seis meses tendré seiscientos bitcoins. O casi seiscientos. Hasta entonces habrá que seguir llevando las ropas sucias a la lavandería. Y Denise tendrá que hacer algo por sí misma. Le queda cada vez menos tiempo. Asusta creer que seis meses pueden ser una eternidad. Al término de los seis meses tendré una suma con la que nunca soñé.

Entonces qué haré con todo ese dinero. La cifra engaña. La cifra no alcanza para soñar demasiado. Fuera de la periferia podríamos alquilarnos solo unos meses. Luego tendríamos que regresar a los suburbios. Ojalá pudiéramos comprar una casa. Pero hacen falta, como mínimo, cinco mil bitcoins para comprar un lugar en esta ciudad. Incluso en la periferia. Me irrita pensar en este prometedor futuro.

Cuando termine la novela los patrocinadores la enviarán a una agencia literaria. Una de las más importantes del mundo. Si no les interesa van a desecharla. Si les interesa podré publicar con Planeta o Anagrama. Si logro publicar con ellos mi vida será distinta. Habrá pagos de derechos de autor. Presentaciones internacionales. Lecturas. Conferencias de prensa. Invitaciones a eventos. Oportunidades que aún no soy capaz de imaginar para mí y para mi marido. La literatura como un túnel hacia la luz. En algún lugar del mundo el arte permanece en el lugar que le corresponde. En algún lugar del mundo el arte puede salvar. Luego de tanto tiempo vuelvo a creer. Es hermoso volver a creer.

Sonrío mientras camino por las calles iluminadas. Seiscientos bitcoins alcanzan para soñar. Tengo seis meses para terminar la novela. Parece mucho tiempo. El tiempo es como el dinero. A simple vista la cifra engaña. Pero si se analiza con detenimiento, nunca es suficiente. Ahora mismo, por ejemplo, ya casi termina mi hora de almuerzo. Es preciso regresar cuanto antes al trabajo. Continuar en las tareas habituales. Hay una funcionalidad que está presentando problemas. Llevo días analizando el código. Aún no doy con el problema. Esta noche tendré que llevar trabajo para la casa. En casa mi marido suele mirar el código junto a mí. Ambos sabemos que él no entiende. No logro convencerlo de que se acueste temprano. Insiste en sentarse conmigo. Mirar el código conmigo. Mirar las variables. Los ciclos. Las infinitas variantes. Las doce. La una. Las dos. Las dos y media.

Altas horas de la madrugada. Llevamos toda la semana en esto. Algo de maquillaje disimula mis ojeras. Me siento muy estresada. Para qué negarlo. Desde que cambié de proyecto tengo que estudiar nuevas tecnologías. Tengo que descifrar lo que otros han hecho. Tengo que esforzarme mucho. Creo que incluso he bajado de peso. He estado a punto de colapsar. Y tengo seis meses para terminar la novela. El objetivo de una beca literaria es que el escritor no tenga preocupaciones económicas. El objetivo es que se dedique solo a escribir. Sería hermoso intentarlo. Quedarme en casa por seis meses. Pero no puedo darme ese lujo. En la ciudad de la luz hay unos catorce mil ingenieros en informática. Sería reemplazada de inmediato. Además, el banco habló con claridad. Desde la voz del hombre de los ojos verdes-azules-amarillos el banco lo dijo. Hasta dentro de seis meses la cuenta estará congelada.

Tengo veinte minutos para llegar a mi trabajo. Camino de prisa. Una escuela privada está al lado del camino. Hay una cerca de hierro forjado que delimita el perímetro. El patio es amplio.

Los árboles son gigantescos robles blancos florecidos. El suelo es una alfombra de flores caídas. Los niños corren por el patio. Los niños hacen ruido. Hay un pequeño detenido debajo de uno de los robles. Es el niño más hermoso del mundo. Me mira y se ríe. Se le forman hoyuelos en las mejillas. Agrispino, pienso. El niño más hermoso del mundo se acerca. Agarra los barrotes de hierro forjado. Los dedos parecen pequeños gusanitos. Cómo te llamas, pregunto. Se ríe. Los hoyuelos aparecen otra vez. Los ojos le brillan. Toda la luz de la ciudad en sus ojos. Qué edad tienes, pregunto. Otra vez la risa. Otra vez los hoyuelos. Otra vez el silencio.

Una señora ocre se acerca. Los ojos hacen pip como un lector de códigos de barras. Le ordena al niño que se marche. Tiene la voz aguda. El niño se va corriendo. No vuelva a molestar al niño, dice. La señora tiene dientes ocres. Dos lenguas ocres.

Piel ocre. Voz. Perdone, digo. Desde lejos el niño más hermoso del mundo se vuelve para mirarme. Los hoyuelos aparecen una vez más. Se va del patio. Si vuelvo a verla por aquí, dice la señora ocre, llamaré a la policía. Creo que hay un malentendido, digo. La señora ocre me fulmina con sus ojos ocres. Me gustaría saber si es buen colegio, agrego. Quizás me interese traer a mis hijos aquí. Trabajo cerca, agrego. La señora ocre se burla. Lárgate, dice. Y no te acerques nunca más o vas a arrepentirte. Saca sus lenguas para intimidarme. Hay veneno en la punta de sus lenguas. No estoy vacunada contra el veneno ocre. Hace años que no actualizo mi carnet de vacunación. Me alejo de la cerca. Una vez leí que las mujeres ocres son capaces de escupir su veneno a dos metros de distancia.

Aún me quedan quince minutos para llegar a la oficina. Estoy muy cerca. Entro a una cafetería. Pido una hamburguesa y un batido.

Está muy frío el batido. Lo bebo de un golpe. Siento una punzada en medio de la frente.

Tengo ocho minutos para entrar a la oficina. Desde la calle el edificio donde trabajo luce imponente. La gente que pasa por la calle no es capaz de imaginar cómo es el edificio por dentro. En la ciudad de la luz hay catorce mil ingenieros en informática. Solo unos pocos estamos aquí. Es bueno trabajar aquí. Es casi un privilegio. Aún no he terminado de comer mi hamburguesa. Mastico de prisa. Quedan ocho minutos. Debo entrar cuanto antes. No es bueno rozar los límites.

Código Varmint (Legar el caos, eso sí es legar)

Llevo todo el día revisando el código. Toda la semana. Tengo abierto un buscador web. Encuentro ejemplos que de nada sirven. Encuentro manuales. Encuentro toda clase de bibliografía. Hay segmentos idénticos a los manuales. Hay otros segmentos de código que parecen no tener utilidad dentro del sistema. Quizás son dependencias de otros módulos. No puedo eliminarlos sin consultarlo con el resto de mis compañeros de proyecto. Uno a uno les pregunto. Con cuidado pregunto. No quiero dar la impresión de desconocer mis líneas de código. La reputación es todo lo que un programador tiene.

El módulo que desarrollo actualmente fue iniciado por otro programador. Era cibernético. Era un hombre extravagante. Tenía fama de ser inteligente. Genial, es la palabra exacta que la gente solía decir. Yo nunca crucé palabras con él. Algunas veces coincidimos en el pasillo o en la cafetería.

Recuerdo que era gigantesco. Tenía los ojos y el cabello negrísimos. Era un hombre atractivo. Actuaba como si no quisiera serlo. Nunca sonreía. Al menos yo nunca lo vi sonreír. Se había dejado crecer la barba hasta la altura del pecho. La trenzaba. Ponía una gomilla en la punta de la barba. Se rapaba los costados de la cabeza. El resto crecía sin medidas. A veces pasaba varios días con la misma ropa. A veces olía mal. Tragaba espaguetis con un hambre de mil años. La salsa rodaba por la barba trenzada. Camino a la oficina, se limpiaba la salsa con las manos. Se limpiaba las manos en el pantalón. Dicen que trabajaba muy rápido. A diferencia de mí, nunca llevaba trabajo para la casa. Le sobraba el tiempo. Dicen que todo el día lo pasaba reclinado en la silla viendo animes y riéndose frente a la pantalla. Todo el código que dejó está firmado con su nickname. Varmint, puede leerse en casi todos los archivos de programación. Al principio me dediqué a borrar la palabra

Varmint. Luego desistí.

Había asuntos más importantes. Había que descifrar el código Varmint. No seguía los estándares de programación. No había comentarios o notas explicativas. Todo fuera de lugar. Hay segmentos que parecen muy importantes y no se utilizan. Hay segmentos que se utilizan y no son sencillos de encontrar. Están en zonas donde el código no se debe poner. Están escondidos. Retorcidos. Código hermético. Laberíntico. Caleidoscópico. Varmint quería ser indispensable en el equipo, en este mundo donde nadie es indispensable.

A veces pienso que para entender el código necesito encontrar a Varmint. He preguntado por él en la oficina. Al parecer nadie vio nada. Nadie oyó nada. Nadie dice nada de su paradero. Era un tipo raro, es la única respuesta que obtengo a mis preguntas. Era muy inteligente. Era genial. Genial, repito para mis adentros. Programador desordenado. Anarquista. Nihilista.

Desconsiderado. Me recuerda a los antiguos inquilinos de mi apartamento.

Los antiguos inquilinos eran una familia numerosa. Tenían niños pequeños. Estaban atrasados con la renta. El dueño del edificio les dio una última oportunidad de pago. Una semana para reunir el dinero o soportar un desalojo. Por consideración a los niños lo hizo. Llegó el día del desalojo. El dueño del edificio entró a la casa. Llevaba navajas. Cuchillos. Machetes. Toda clase de metales punzantes. El dueño del edificio no podía creerlo. Las lámparas estaban rotas. Los vidrios esparcidos por el suelo. Quemada toda la instalación eléctrica. Rota la taza del baño, los lavamanos. Tupidos los tragantes. Manchadas las paredes con excremento de los niños. La casa era un completo caos. Los antiguos inquilinos habían desaparecido.

El dueño del edificio trató de seguirles el rastro. Pero el dueño del edificio solo sabe cobrar la renta y desalojar.

No tiene talento para seguir rastros. Su olfato no es bueno. Su carácter tampoco. A partir de ese día su carácter se hizo peor, así como su opinión respecto a los infantes. A la entrada del edificio hay un cartel. No se admiten niños ni mascotas.

Cuando mi marido y yo vimos el cartel supimos que ese podría ser un lugar para nosotros. No teníamos niños ni mascotas. No queríamos tenerlos en ese momento. El dueño del edificio no hizo rebajas en el alquiler. Nos cobró lo mismo que al resto de los inquilinos. Estaba enojado. Lo toman o lo dejan, dijo. Y lo tomamos, pese al caos. Era el único apartamento disponible en la periferia. Siguieron días enteros de trabajo para hacer del apartamento un lugar habitable. En esos días no parábamos de maldecir a los antiguos inquilinos. A esa estúpida venganza que jamás afectó al dueño del edificio, solo a nosotros. Con el tiempo nos olvidamos de ellos. Solo los recordamos cuando se tupe el tragante.

Varmint me recuerda a los antiguos inquilinos. Varmint me ha legado un caos similar al apartamento destrozado.

Llevo días enteros tratando de recomponerlo todo. Semanas llevo. Es un trabajo arduo. A veces pienso que para entender el código necesito encontrar a Varmint.

Escribo en el buscador web. Varmint. El resultado es inmediato. Miles de páginas en unas fracciones de segundo. Armas aparecen. Remington XP-100 Varmint Special. Browning X-Bolt Varmint GRS Super Feather

Threaded. Un chiste, al que, sinceramente, no le encuentro la más mínima relación con la palabra Varmint. Un gato de ojos azules con cara de mal humor aparece. Cómo un gato puede tener esa cara, pienso. Hay cientos de fotos del gato. El gato es una celebridad de la ciudad de la luz. Se llama Varmint. Tiene un canal de seguimiento VIP. Cómo un gato puede tener un canal. La expresión del gato me recuerda al cibernético.

Reviso la web. Reviso las redes sociales. Al parecer no era muy sociable.

Busco estadísticas de programación competitiva. Al parecer no era muy competitivo. No hay rastros de Varmint. Es como si nunca hubiera existido, como si se lo hubiera tragado la tierra, o el ciberespacio.

Voy hasta la oficina de recursos humanos. Antes de mí había otro trabajador, digo. Me gustaría comunicarme con él. Pero en recursos humanos no pueden darme esa información. Va en contra de la privacidad de los trabajadores, dicen. De nada vale que exponga mis argumentos. Ley es ley.

Regreso a mi puesto de trabajo. Quizás lo más sensato sería olvidar el código

Varmint. Borrarlo. Comenzar todo desde cero. Hacer las cosas bien, como deberían haberse hecho antes. Eso sería un gran retroceso, por supuesto. La fase de desarrollo casi termina. Estas no son horas de comenzar de cero. En el proyecto no van a autorizarme. Ya una vez lo dije. La analista del proyecto se burló. Él ha sido el mejor programador que ha pasado por aquí, dijo la analista. Cómo vas a eliminar su código. Eso sería una insensatez.

Una pérdida de tiempo, dijo. El tiempo, por supuesto. El tiempo. Dónde estarás ahora, Varmint. El único rastro que parece quedar de él es el nickname en los archivos de programación. Tal vez su imagen grabada por las cámaras de seguridad de la empresa y por las cámaras de seguridad de las calles de la ciudad de la luz. A las cámaras de seguridad de la empresa no tengo acceso. Las cámaras de la empresa son parte de la seguridad interna de la empresa. Nunca formaron parte de los ojos de la ciudad de la luz. El dueño tuvo claro desde el inicio que no quería a nadie metiendo las narices en sus asuntos.

A las cámaras de seguridad de las calles aún tengo acceso. Mientras desarrolle el proyecto tendré acceso. También en la siguiente fase cuando el departamento de calidad haga las pruebas al sistema.

Entro al servidor de bases de datos. Busco las grabaciones de las cámaras aledañas a la empresa. Reproduzco una grabación de la época en que él estaba. Es el horario de salida. Allí está Varmint. El cabello negrísimo. La barba trenzada.

Es él. Hace un gesto para saludar a la cámara. Es extraño que salude a la cámara. Camina despacio hasta perderse en la distancia. Probablemente viva cerca. Se nota que no necesita un autobús. Lo sigo de una cámara a otra. Saluda a todas las cámaras. Es llamativo que lo haga. Es como si supiera que lo estoy siguiendo y no le importara. Dobla a la izquierda. Camina dos cuadras. Ahí estás, Varmint.

La casa es grande. Está pintada de blanco. El techo es de zinc galvanizado. Hay una verja. Una puerta metálica con una campanita. Hay rosas y legumbres en el jardín. Rosas y legumbres, pienso. Es una combinación llamativa. Así que esta es tu casa, Varmint.

Hay dos perros en el jardín. Lucen desesperados de alegría. Mueven las colas. Ladran. Varmint abre la verja. Los perros se abalanzan contra las piernas del cibernético. Desbordan alegría.

Parece que hubieran visto un tesoro canino. Varmint les pasa la mano. Dice palabras incomprensibles. Van a entrar en trance estos perros, pienso. La escena dura unos cuantos segundos. Varmint sonríe. Una señora aparece en la puerta. Debe ser la madre. La madre lo besa. Los perros entran a la casa. La madre entra a la casa. Él entra. Cierra la puerta tras de sí. Un segundo antes de cerrar mira otra vez a la cámara. Capturo la imagen. Ciertamente, es un hombre atractivo. Copio la imagen en mi teléfono. Tal vez la necesite.

Busco la trasmisión en vivo. La casa sigue ahí. Nada parece haber cambiado. Están cerradas todas las puertas y las ventanas. Miro algunas grabaciones recientes. La casa se mantiene invariable. Cerradas las puertas y las ventanas. Las rosas y las legumbres en el jardín. La verja. La campanita metálica. Me pregunto si Varmint seguirá viviendo ahí.