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Píldoras de colores brillantes

Hace más de una semana duele mi cabeza. Estoy enferma. La ciudad de la luz tiene la culpa. Su luz resecó mis ojos. Calentó las mucosas. Quiere reventar mi cabeza. Inunda y duele. Si yo fuera una ciudad no dolería a nadie. En esta ciudad duele todo, hasta la luz. Es normal, dice la prostituta. Pasa a los no endémicos. Los emigrantes. La acumulación de luz, dice. Está creciéndote un insecto de ciudad en la cabeza. De día duerme. De noche quiere salir y volar al centro de la ciudad de la luz. Por eso el dolor y la fiebre. La verdad es que no entiendo muy bien o no quiero entender. De algún modo siguen conmigo todos los insectos que fui. Zumban con rabia. Crece hasta que no tiene espacio, dice. Luego se muere y se descompone. Te irás acostumbrando, dice. Se quita con el tiempo o con fármacos. Yo no tengo tiempo, tampoco fármacos.

La prostituta sabe dónde conseguir tiempo y fármacos.

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De dónde los sacaste, pregunto. Es mejor que no lo sepas, responde. La veo despegarse la cinta adhesiva del costado, la misma que le puse semanas antes para salvarle la vida. Estás loca, digo. Denise sonríe sin mirarme. Mete la mano en la herida abierta. Extrae dos píldoras de colores brillantes. Caen al suelo. La prostituta y las píldoras caen una tras otra. Estás loca, repito. Pego el cuerpo de vinilo soldado por dentro y por fuera. Busco la válvula. Soplo. La prostituta se reincorpora. No vuelvas a hacerlo, digo. Es el lugar más seguro, responde. Si me asaltan, si me cachea la policía, si tengo un cliente nadie busca dentro de mí. Manosean. Meten los dedos en la vagina. En la boca. En el ano portable. Dentro no miran.

Buscamos las píldoras por el suelo del apartamento. Aparecen.

Las indicaciones son claras. Dosis única. Una sola tableta antes de dormir. Una para ti y otra para mí, dice la prostituta. A ti no te duele la cabeza, digo. Lo que me duele es otra cosa, responde. Muy serio el rostro. Me debes cinco bitcoins, dice. Debo dinero a la prostituta. Me está cobrando de más. Estoy casi segura. Tenía que haber regateado. Pero este dolor de cabeza. Una prostituta siempre sabe aprovecharse de un dolor de cabeza. Tengo cinco días para pagarle. Ojalá funcione. Antes de dormir lleno un vaso con agua. Mi marido no lo sabe. No quiero que se preocupe. Trago la píldora. Los colores brillantes se me quedan en la boca. Me gustan. No voy a espantarlos.

Suena el despertador. Aserrín aserrán los maderos de San Juan. Vierto crema hidratante en mis ojos. Esmalte de uñas en los dientes. Pasta dental en las manos. Mi marido va hasta el váter. Orina de pie.

El chorro salpica los bordes. El agua se lleva todo. La canción infantil se queda. Aserrín aserrán los maderos de San Juan. Yo estoy en la cocina. Orino en el fregadero. El chorro salpica mis muslos. El agua se lleva todo menos la canción. Aserrín aserrán los maderos de San Juan. Pongo a hervir el pan. Corto la cafetera en rodajas. La sirvo en una bandeja. La llevo hasta la mesa. El pan hierve. Se derraman algunas migajas. Mi marido lleva mantequilla hasta la mesa. Comemos rodajas de cafetera con mantequilla. Tazas de pan. Bocanadas de aire antes de salir a la calle. Cierro la puerta. Subo las escaleras antes de que mi marido me bese. Aserrín aserrán los maderos de San Juan. Llego a la parada. Pregunto quién es el primero. Subo al ómnibus. Consigo un asiento cerca de la ventanilla. El aire caliente entra. El sol se pone. La mujer-insecto. Los hombres-insecto. Los niños-insecto. Buenos días, dicen.

Palabras oxidadas se acumulan en el estómago del ómnibus. Salen por las ventanillas. Inundan la ciudad de la luz. El muchacho vestido con uniforme de colegio hace un chiste. Es pésimo, pienso. La mujer-insecto abuchea. El ómnibus me escupe por la ventanilla. Me pongo las sandalias. Guardo los tacones de aguja. El barrendero dibuja las huellas que no voy dejando. Aserrín aserrán los maderos de San Juan. Me quedo sentada en un banco. El edificio donde trabajo viene hasta mí. El guardia de seguridad me pide que lo cachee. Le manoseo el cuerpo. Todo en orden, digo. No llevo mangas largas. No duele mi cicatriz del hierro caliente. Los ojos decodificadores no ven. No escuchan. No dicen pip. No dicen nada. El jefe dice buenos días. Trabajo ocho horas.

Regreso a casa. No llevo trabajo a la casa. No duele mi cabeza. No duelen mis ojos. No duele la luz de la ciudad.

Tengo los labios dibujados con colores brillantes. Aserrín aserrán los maderos de San Juan. Bajo las escaleras hasta el apartamento. Hay un muerto en las escaleras. El muerto me habla. Soy un cadáver sin manos y sin piernas, dice. Sin ojos y sin voz. Huele a fosa, a orine seco, a sangre quemada. Tu cabeza te salva. Tu cabeza te perjudica, dice el muerto. No entres al agua sin depositar una fruta o una moneda. No mastiques huesos. No caves túneles que conduzcan a ninguna parte. Doy una patada al muerto. Cállate, digo. Qué llueva qué llueva la virgen de la cueva. Aquí todos nos llamamos Engaño. Píldoras de colores brillantes. Menta. Lima limón. Alcohol. Humo de cigarro. Esperma. Vomito insectos de monte. Vomito un insecto de ciudad. Mi marido me sostiene la frente mientras vomito. Hacemos el amor en la baja gravedad del cuarto. Flotamos. Mundos duplicados. Borde del mundo.

Borde del borde de la ciudad de la luz. Los gemidos se escuchan en todo el edificio. No me importa.

La sangre llegaba hasta el camino de tierra. En realidad, yo nunca había tenido tanto miedo. Un muerto en la escalera también es un muerto. Me gusta cuando ríes y te llevas una mano a la boca. Te pareces a la niña que fuiste. Yo iba al campo a buscar violetas. Y la ciudad de la luz movió sus piernas largas. El hierro caliente sigue doliéndome. Yo no quise para mí esta marca horrenda. Cada día me levanto y digo: No voy a hacer esto toda la vida. Tengo una deuda de cinco bitcoins. Cinco días para pagarla, o cinco días para despertar con ganas de no haber despertado.

Hoy desperté con la alarma. La cabeza no da vueltas. No duele. Los labios siguen teniendo colores brillantes. Es normal, dice la prostituta. Efectos a corto plazo. Se quita con los días, dice. Aquí está el dinero, digo. Tuve que pedir un adelanto. Hiciste bien, dice la prostituta. Es peligroso tener cuentas pendientes con esa gente. La prostituta verifica el dinero.

Lo mete en la herida que esconden sus grandes senos inflables. Necesito un favor, dice con todo el gris de sus ojos. Si me sucede algo en este apartamento, dice la prostituta, no dejes que me lleven a un vertedero de chicas reventadas. Es un lugar horrible. Por qué lo dices, pregunto. Ella sonríe sin deseos. Toma su bolso. Sale del apartamento. Cierra la puerta.