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La caja negra

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Dora Maya*

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El conductor cerró la puerta, pasó la aldaba metálica con facilidad, la aseguró, pero advirtiendo mucho peso adentro. Extraño, porque era el último viaje y el camión no estaba lleno. Encendió por fin luego de varios intentos y vueltas de la llave, hasta ponerlo en marcha con alguna dificultad; incluso antes de llegar a la portada ya se había detenido la primera vez. La casa quedó vacía. Los rectángulos limpios resaltaban en el blanco restante más curtido, dejando en las paredes, siluetas insinuadas con años de cicatrices: hubo un reloj al que cualquier día no volvieron a darle cuerda siendo siempre las nueve y diez; un armario grande y pesado, herencia de la casa de los abuelos, con botellas de licor a medias consumidas; hubo una foto matrimonial exhibiendo sonrisas extrañas de otros tiempos, que de tanto pesarle circunstancias no dejan evocar el origen de la felicidad; otra foto familiar distraída y sincera, de cuando la risa de los niños en la playa, la misma playa, todos los años, era el dique que contenía el derrumbe del hogar que quiso ser. No hubo ninguna foto para evocarlo, pero recordó cómo el hijo pequeño deshacía las moñas con que recogía su pelo negro, y tiraba al suelo las bandas de colores que lo sujetaban, para meter la nariz entre su cabeza hasta quedarse dormido. Caprichos de la nostalgia. A su manera y a fuerza de esperanzas, las familias destruidas acumulan momentos memorables. En las esquinas, adheridos, insectos secos que revolotearon en invierno. En un rincón del primer piso, un palo de escoba que reforzaba la ventana desde la noche que entraron los ladrones. Restos de cinta adherente, una tapa que nadie sabe de qué es, pero que luce necesaria. Los puntos negros donde antes hubo un clavo, un tornillo, el

Abogada interesada en arte y literatura. Madre de dos hijas. Vive y trabaja en Medellín.

mecanismo que accionaba las cortinas, cables sueltos saliendo de las paredes como gusanos de una fruta vieja, hilos suspendidos de telarañas vencidas. Las humedades dejaron en el techo mapas de continentes imaginarios, y los derrames mal limpiados, restos de goteras lagrimeando en las paredes. Lo que alguna vez fue nuevo, brillante, homogéneo y con olor a pintura, es hoy opaco, curtido, llorado. Vivido. El sonido de los espacios vacíos cambiando el eco, hacía evidente la soledad, la necesidad de abandonar la casa; mientras, el olor que permanecía impregnado la llenaba de melancolía. Abandonar las tristezas prolongadas también requiere valentía. El segundo pensamiento desde que le anunciaron que había quedado viuda, fue la inminencia de una mudanza. La casa la había soñado con lo que a ella le interesaba. Quería un primer piso para que nunca tuviera que salir escaleras abajo huyendo de un terremoto, de un incendio o un disgusto. También necesitaba un jardín, donde ver salir la flor. Para ese esposo siempre fue molesto tener que encargarse de las refacciones, y aunque él hubiera preferido algo diferente, rápido entendió que la casa y los hijos la entretenían. En la fábrica sobraban señores que le ayudarían a llevar un hogar con decoro, pintando, arreglando luces, sembrando plantas, reparando el techo. Los señores de hoy, los del trasteo, pertenecen al mismo contingente que ayudó toda la vida en la casa. Miran todo con una indiferencia premeditada, discreta, y por eso, molesta. Ella quiere abrazarlos y llorar, pero sabe, será una solidaridad pasajera y respetuosa que no compensa la humillación. Prefieren aplicarse con diligencia en las labores, para no detenerse ante silencios incómodos. El camión se negó a seguir la marcha y bajaron el armario de roble que había requerido tres trabajadores para subirlo; lo dejaron al lado de la acera para llevarlo después. Al cerrar volvieron los contratiempos, los esfuerzos para la marcha y volvió a detenerse apenas a metros del arranque, esta vez parecía que las ruedas iban a salirse del eje. Está forzado de motor, gritaron. Bajaron las cajas que decían cocina, las que más pesaban; volvió a detenerse; así cada cien o doscientos metros bajaban cajas y cajas con libros, camas, sillas, y el camión apenas se movía. Lo que fue su hogar quedó derramado a lo largo de tres calles, a la vista de esos vecinos molestos que a toda hora querían averiguar los motivos de tanto hermetismo, su huida de años atrás, el silencio de los niños en el parque, el origen del dinero. Se asomaban por las ventanas, con más deleite que asombro, ante esa imagen de venta de garaje. Cajas, camas desarmadas, armarios, mesas, sillas, jarrones, percheros, adornos dispuestos en una fila sobre cada punto de la calle en que el trasteo se detenía. Al final, quedaba solo en el fondo, en la bodega del camión, una caja. Cerrada con cinta y reforzada con las cuerdas de sus medallas del colegio, se las la había entregado el niño con un poco de duda y ceremonia, advirtiendo que la cuidaran mucho. No quiso irse con nadie hasta que el último viaje llevara su tesoro a la casa nueva, y le dijo al conductor que se la debería entregar a él directamente. Hubo que bajarla. La madre se sentó en el muro del jardín, y ante la mirada luminosa del niño, desató los nudos, examinó el contenido de la pequeña caja con la parsimonia y reflexión de quien tiene todo el tiempo por delante. Como si se tratara de aquella broma en la que aparece la cabeza de un payaso en tirabuzón al abrirla, el contenido excedía infinitamente el volumen que parecía resistir: trece medias impares; dos de hombre, una azul elegante y otra deportiva; cuatro de la madre, incluida la estampada de sandías que había comprado en Italia años atrás; el pendiente de amatista largo que descompletó el juego desde que la abuela murió, setenta y tres bandas para amarrar el pelo, en diferente estado de uso, cinco peines de nácar en juego con los espejitos, nueve separadores

de libros que algún día dejaron de recordar una página, cuatro billetes de distinta denominación, una docena de botones bonitos, la caja metálica vacía donde su madre guardaba los dulces que le daba para calmar el llanto y probablemente unos veinte objetos más que algún día se echaron en falta. Debajo de todos aquellos tesoros la madre halló el pedazo de foto rasgada. La del primer aniversario, que siempre estuvo en la habitación al lado de la mesa de noche, enmarcada en el portarretratos de plata. El resto de papel contenía la imagen de su esposo sonriente, que rompió despacio y con cuidado, pocos instantes después de que apareció el primer pensamiento, ese que vino con la llamada del hospital, cuando supo, aun sin comprender, que aquel con quien un día quiso construir un hogar, acababa de fallecer. En la calle, los trabajadores de la mudanza subieron nuevamente el resto de cosas que habían abandonado antes en la acera, frente a la mirada serena de la madre y su hijo, que abrazaban la caja negra. El camión arrancó liviano.

… El sonido de los espacios vacíos cambiando el eco, hacía evidente la soledad, la necesidad de abandonar la casa; mientras, el olor que permanecía impregnado la llenaba de melancolía…