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Una valija

U na valij A

Paola RegoRahal*

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El 3 de junio de 1952 salieron hacia Beirut. Tara, Lidia y Beth eran los nombres de las tres hermanas que abordaron ese barco llenas de ilusión y angustia desde el puerto de Buenaventura. El trayecto contemplaba la travesía por el Canal de Panamá, la escala en algunas islas del Caribe: Aruba, Martinica, Saint Martin. Caracas, Isla Margarita y luego el mar abierto por dos semanas más. El Estrecho de Gibraltar, la Costa Mediterránea hasta Barcelona, Marsella, Roma, Nápoles, Venecia, Atenas, Chipre, con destino final Beirut. No cabía en sus cabezas el mapa, por más geografía que hubieran estudiado, el trayecto les parecía un viaje hasta los confines de la tierra, con la incertidumbre de un mar en zozobra, las tormentas que en ocasiones las obligaron a permanecer en el camarote y la visión de nuevas ciudades que sólo habían visto en libros y revistas. En el momento en que recibieron el anuncio de la partida hacia el país de origen de su familia, las hermanas estaban confundidas y emocionadas. Tara estaba ennoviada y no quería viajar, así que su padre la convenció de comprar allí su ajuar de casadera. Las pijamas y la ropa interior de encaje que solo se conseguía en Europa, los brasieres Leonisa de de tela enmallada, parecían dos embudos. Pensar en su traje de novia la ilusionó y olvidó el tiempo que estaría separada de su amado Raymond. Lidia tomó su tarea muy a pecho, quería empacar sus cosas en un baúl de cuero verde con refuerzos metálicos dorados en las cuatro esquinas que se sellaba con un candado enorme en el aldabón central. La madre la detuvo. No hija, la moda es diferente en Beirut. Nada de lo que llevas te va a servir allí. Piensa solo en lo que usarás en el barco y guíate por la etiqueta. Le pasó una cartilla que contenía las reglas para seguir a bordo. “La valija: Se rige un protocolo a bordo de ropa formal. Para el día se sugiere traje sencillo de una sola pieza, la

Filosofa. Especializada en Gestión Publica e Instituciones Administrativas. Vive en Envigado.

moda marinera con falda en pliegues y blusa holgada. Para la noche se exigen al menos dos trajes de etiqueta, uno será usado en la cena de Gala - Salón Majestic, en la cual se hará la presentación del Capitán y su tripulación y, otro para el baile de despedida la noche antes de arribar al lugar de destino. Se exige traje largo para las damas y esmoquin para los caballeros…” Así se iban definiendo cada una de las formas de vestir, además se advertía de transitar con cuidado por la cubierta por el exceso de agua, a pesar de los cuidados del departamento de limpieza del barco. Con los detalles las decisiones en lugar de aligerar se complicaban más. No hay otra cosa qué hacer, dijo Lidia, vamos a “La flor del campo” el almacén de telas y confección de Tulia Scaf, seguro que ella nos podría dar luz sobre el baúl y su relleno. La visita llevó más de lo esperado mientras elegían las telas y los modelos de la revista Burda que elaborarían las costureras. Estas llegaban con retraso a la ciudad, pero con la esperanza de que la moda no avanzara tan rápido eligieron la sencillez. Nada más lejos de la realidad. En el barco correrían a comprar en las tiendas pulseras y collares para complementar su extremada simpleza y se lamentarían de no hacerle caso a Tulia cuando les recomendó el bordado en canutillos y perlas para resaltar sus figuras. Era el Américo Vespucio, un barco italiano de la Societá di Navigazione di Italia, así que tampoco habían contado con el acento latino y las pieles morenas. Los marineros eran un atractivo que no imaginaban. En sus planes no se vislumbraba esa postal de uniformes azules y blancos con su gorra, su porte y sus bigotes tan de moda en el momento, apostados en la escalerilla del barco haciendo corte a la entrada de los pasajeros. Desde el Capitán hasta los grumetes, eran atractivos y atentos, muy atentos. Era la costumbre al iniciar el viaje, realizar un reinado entre las jovencitas. Los marinos elegían La Reina, La Regina, coronada en la Cena del Capitán: “La Regina”. Lidia se llevó el trofeo y eso implicaba más escenario para las tres hermanas. Las cenas en la mesa del Capitán y las vespertinas en cubierta al aire libre con orquestas de jazz en las que La Reina era el centro de las miradas exigían el uso de vestido largo, por lo que se los intercambiaban entre ellas para no parecer monótonas. Todo el consumo era por cuenta de la compañía del crucero. Hoy vamos a bajarnos en Roma, dijo Tara. Ay sí, visitar el Vaticano y acercarnos a la Fontana de Trevi, comentó Beth. Tenemos que decirle a Albert que nos acompañe, no podemos bajarnos del barco solas. Era la voz de Lidia. Albert accedió, pero debían aceptar su recorrido. Había conseguido un mapa de la ciudad y planeó una ruta, que no tuvo en cuenta el tiempo que pasa rápido cuando se está feliz. Se alejaron de Ostia en el transportador que las llevaría a la ciudad con la condición de volver a las 5 pm para embarcar. La ruta prevista por Albert contemplaba el Panteón, el Vaticano, la Avenida del Corso hasta el Capitolino y un helado. Hicieron el recorrido tal como lo iba dirigiendo Albert. Degustaron il gellatto de amarena o cereza negra tan famoso entre los romanos y aprovecharon para perderse por las callejuelas de la ciudad, Hasta que en realidad se extraviaron a la hora de regresar al barco. ¿Qué vamos a hacer?, gritaba Albert, el hermano menor de doce años que habían embaucado en esta aventura para que sus padres las dejaran bajar del barco ¡Qué vamos a hacer ¡Ya con gritos desesperados al verse perdido en una ciudad desconocida, así estuviera con sus hermanas mayores! ¡Correr! –dijo Tara y tomaron el tren que los llevaría de nuevo a Ostia– rezando todas las oraciones aprendidas con las monjas del internado del Colegio de la Enseñanza, durante el camino como si esto pudiera imprimir velocidad contra el paso de los minutos. Llegaron sin aire al puerto ya con el barco pitando en repetidas ocasiones y un grupo de marineros en espontánea manifestación gritaban desde las barandas: ¡La Regina!

¡La Regina!, ¡La Regina! Recuperaron el resuello cuando se dieron cuenta de la importancia de haber nombrado a Lidia reina del barco, pues sin ella no zarparían. Al desembarcar en Beirut se amontonaron alrededor de los viajeros la familia, primos, tíos y parientes lejanos. Gritaban sus nombres propios y ajenos, hablaban en un idioma que solo los padres entendían. – ¡Hallo, Hallo I´m Pierre! – Je suis Fadia ton cousin – Mi ser Armand su tío. – Yo soy José – otro más. – Yo soy Elías–. Los que sabían español y hacia algún tiempo habían regresado al país desde Colombia. A estos los reconocieron y se abrazaron con cariño. Los abrazaban y recibían de sus manos los bolsos, las carteras y el equipaje dirigiendo al porteador hacia los vehículos. Al día siguiente tenían ya programadas las clases de francés y de comportamiento dentro de esta nueva forma de vida. Esta familia tan cercana y lejana en costumbres que reconocían al padre y la madre y que se apuraban a que sus hijos asumieran como la nueva verdad de la existencia. Ellos tan latinos, tan americanos, tan pueblerinos, tan provincianos de alguna manera, nunca habían conocido la opulencia y la brillantez de ese país del cual decían que era el origen. El lujo, los automóviles, los casinos, las galas y las joyas se convertirían en la pasarela para esta nueva etapa de la vida. La familia se adaptó a vivir esta experiencia primero como unas vacaciones con todas las invitaciones que las buenas costumbres indicaban, los llenaron de atenciones y de abrumadores festejos. Después de dos años, la vida transcurrió dentro de una normal cotidianidad en la cual habían cambiado el idioma para relacionarse, manteniendo el español solo para hablar dentro de la casa; la alimentación, las amistades y las costumbres también habían cambiado. Los trajes, los sombreros, las pamelas y los guantes hicieron parte del guardarropa. La lectura de revistas y periódicos franceses como Le Figaro y Le Monde, y aquellos que hablaban del Jet Set europeo, Le Paris Match que tenían reportajes de todos los artistas de la época y los que visitaban Beirut, los cruceros anclados en el muelle, las fiestas, los casinos y los paseos a la playa, o a las montañas. Sidón, Biblos, Joune, Tiro, las montañas nevadas desde donde se veía la playa fueron los paisajes que reemplazaron a los cafetales colombianos, el Nevado del Ruíz en Manizales, las aguas termales de Santa Rosa o el Hotel Mariscal de Cartago, las mulas en los caminos con las cargas agrícolas, los yipaos de los pueblos caldenses y las verbenas de los pueblos con retreta los domingos. En alguna ocasión cuando sus padres ya habían regresado a América, Lidia se encontró con el baúl que la trajera al confín del mundo en donde había decidido a quedarse, casarse con Pierre y conformar una familia. Aún conservaba adentro el traje de coronación. Recordó el día que fuera elegida reina y que le permitió salvar a sus hermanos de perderse en Roma. Vació el baúl y revisó uno a uno los trajes, alguno de sus hermanas se quedó anclado con ella en Beirut. Sonrió y una lágrima de nostalgia la atrapó por un instante. Tomó el teléfono: operadora, una llamada a Pereira Colombia con el número 4223. Diez mil kilómetros de distancia para escuchar a su madre y decirle: Cuánta razón madre, tenías cuando me detuviste. En el equipaje nunca se lleva lo necesario. Siempre será lo superfluo y tus recuerdos, lo banal y el goce, lo rescatable.