LIMINAL

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Fernando Melo Pardo

Fotógrafo. Licenciado en Educación, mención Artes Plásticas, por la Universidad de Concepción. Magíster en Didáctica Proyectual por la Universidad del Biobío. Es profesor asociado del Departamento de Artes Plásticas de la Universidad de Concepción, realizando en paralelo su obra fotográfica, centrada principalmente en el paisaje, la ruralidad y los espacios en tensión. Ha realizado numerosas exposiciones individuales y colectivas, tanto en Chile como el extranjero, principalmente por invitaciones y selecciones curatoriales. También destaca su participación en proyectos de difusión, producción y edición fotográfica contemporánea chilena. Fue seleccionado en el catálogo de excelencia de la Fotografía Chilena 2009, obteniendo el Premio Regional de Artes Visuales 2016 de la Región del Biobío.

Manuel Morales Requena

Sus inicios como fotógrafo independiente comienzan el año 2000 en revista Rocinante, y desde ahí su trabajo se extiende a diversos medios de comunicación internacionales: Revista Aizu (País Vasco), Revista Vihrea Lanka y diario Tiedonantaja (Finlandia), revista Rad & Rón y Revista Latinoamerika (Suecia). Desde el año 2005 vive y trabaja en Concepción. Actualmente se desempeña como fotógrafo de la Facultad de Arquitectura, Construcción y Diseño de la Universidad del Biobío. Desde hace más de una década realiza una inmersión fotográfica en las experiencias festivas de los campesinos y mineros de Chile, sobre todo del norte chico. Su mirada detallista e íntima, cultivada con gran paciencia, es a veces también irónica y liviana. Se fija, sobre todo, en la gestualidad humana, sus texturas y los objetos mudos que nos rodean. www.manuelmorales.cl

Sacar del tiempo lo que ocurre en el tiempo, para que sobreviva.

Podemos percibir formas a través de la niebla y la bruma, podemos especular sobre su significado y a veces podemos incluso ponernos de acuerdo acerca de qué son. No obstante, a menos que inventemos una máquina del tiempo, nunca podremos volver a ellas para saberlo con seguridad.

Aquí en el campo habían muchos que también se dedicaban, como todo tipo de cosas, al negocio. Y muchos campesinos que eran de aquí también, como no era tan grande la población, entonces iban a vender su vino a pueblos. Pueblos del sur, como Ercilla, como Victoria, Temuco, y otros más, por darle tres nombres. Entonces ellos, de cuando empezó el ferrocarril, empezaron a viajar también, o personas de allá viajaban, desde Lota, Talcahuano, venían a comprar vino aquí a esta zona. Porque ya las viñas estaban en producción y había harto vino. Entonces la gente, ¿cómo movía el vino? Lo movía en pipas. Contrataban un carro de ferrocarriles, ferrocarriles les arrendaba un carro, que eran unos carros planos en que llevaban veinte pipas de vino, por decir. Entonces, usted para sacarla del campo, ¿cómo llegaba con el vino a la estación de ferrocarriles? En ese tiempo no habían camiones, y entonces llegaban con carretas. Yo vi eso cuando era niño, lo vi joven, no tan joven pero un niño de quince, dieciséis, diecisiete años. Aquí en Turquía [San Rosendo] había una tremenda bodega de ferrocarriles, entonces ahí llegaba la yunta de bueyes con sus pipas po’.

Aquí eran los Carabineros los que tomaron detenidos en San Rosendo. Desaparecidos, mataron... Ferroviarios y de la papelera de Laja también. Entonces sí que entregaron gente... andaban entregando gente, “Oye, ahí vive fulano de tal que es comunista”. Varios entregaron por aquí... Pero sí que en ese aspecto fueron, como lo digo yo, los Carabineros aquí fueron los que tomaron a varios personas y los llevaron. Yo lo único que una vez... escuché de boca de personas que... había un bosque de pino para allá, en ese tiempo, de la laguna para acá, y... en esa parte, cuando estuvo el asunto del sí y el no, pa’ la consulta del ’78, que fue anterior a la Constitución del ’80. Entonces me acuerdo yo que ahí habían personas, tres fueron, y se metieron al bosque de pino que había ahí, y en medio del bosque había tierra, algo ahí, y estos empezaron a escarbar y de repente sacaron una mano de una persona. Pero no era tan solo una, habían más.

Pregunta.— Pero se pensó que pudiera ser gente de...

De aquí no, empezamos a sacar la cuenta nosotros, no había nadie que hubiera estado desaparecido. Entonces calculaba que era una gente que habían traído de Antuco, Santa Bárbara, no sé de adonde, de por allá... y nunca se denunció, porque había miedo también... Entonces yo, a mí me eligieron como para la consulta, como pa’, ahí como vocal de mesa. Y yo siempre con esa cuestión, y llegué, me acuerdo que estábamos, no sé, el Coronel del Ejército, el Teniente de Carabineros de San Rosendo, y personajes de aquí allegados al Gobierno Militar, entonces... Y aquí uno dice, “Aquí nadie va a votar en contra, aquí todos van a votar que sí”, a la consulta. Y yo, cabro joven po’, en ese tiempo tenía como 23 años, casado y con un hijo, entonces yo siempre, bocón, yo le digo, “¿Y por qué dice usted eso?”. Entonces me dice, “Porque aquí todo el mundo está con el Gobierno”. “Mire —le dije— ¿sabe qué más? A mí, hay una cosa, es que las cosas claras —le dije—, usted en su propiedad hay unos muertos ahí po’, enterrados, custodiados por Carabineros que vienen a veces, ¿de a dónde son esos muertos?”. ¡Yo se la tiré a muerte! “En su propiedad, a la orilla del río ahí, hay una camioneta ya hace como dos meses que está ahí”. Seguí. “Según información, que a mí no me consta —le dije—, pero la gente conversa, porque la gente tiene miedo... Entonces yo le hago la pregunta señor, ¿usted cree que es correcto? Los muertos son para que estén enterrados en el cementerio, yo estoy de acuerdo —le dije—, si todos vamos a morir, pero que estén enterrados en el cementerio, no en un lugar que no corresponde”. ¡No dije nada más! Después, todos me miraron. Habían hartos amigos míos, uno que era director de la escuela, mi señora estaba en la escuela. “¡Pa’ qué decís esa hueá’ po’!”. Todos sabíamos, pero... fue lo correcto. Al otro día desaparecieron de ahí al tiro, del río. Nunca más yo dije nada. Después me dio miedo. Yo metí la pata ahí, como digo yo. Por eso, a veces uno...

Lo esencial es, en efecto, agrupar a ese pueblo que está por todas partes y que no es de ninguna parte; lo esencial es hacerlo aprehensible. Cuando lo tengamos, podremos hacer muchas cosas que hoy nos resultan imposibles y que nos permitirán, quizá, apropiarnos de su espíritu después de habernos apropiado de su cuerpo.

Capitán Charles Richard. Ejército francés en Argelia, s. XIX.

Volvamos una vez más a la cuestión de la mirada, lo afectivo está en el centro mismo, y después está la brecha... la brecha que atraviesa un mundo en vías de desaparición en sus formas conocidas y habituales, y un mundo nuevo que se impone rápidamente. Esto es, la no contemporaneidad de los objetos.

… me quedaba absorto, ya que todo era bueno para registrarlo, y la fotografía, eso es lo que era, un modo de afrontar la conmoción de una realidad abrumadora.

Evocamos… la función del paisaje en la consciencia que tenemos del espacio habitado.

Ventana al sur de la tierra

“He andado la Tierra, la Tierra, talvez la andaré todavía. Vine a verla o a encontrarla y de andarla no estoy cansada. Tenía que palparla toda con las raíces de mis pies y los brotes de mis hombros que mandaron a caminarla.”

Gabriela Mistral, “He andado la Tierra”.

Liminal, de Fernando Melo y Manuel Morales, nos invita a transitar por umbrales, entradas, accesos posibles de la mirada y, de ese modo, sus imágenes se nos dibujan y definen como liminares, como túneles iluminados por los lentes que transitan la tierra en un tren del sur. Liminar es también el paisaje situado en lo que fue la antesala de la Frontera en el siglo XIX, marcado y delimitado por el ancho y mítico río que Melo y Morales surcan con los ojos cargados de tiempo, con sus cuerpos emocionados y desplegados, subidos amorosamente a las “Tetas del Bío Bío”, para desde ahí mirarnarrar con sus reproducciones un trayecto. Los fragmentos que capturan en ese viaje, en ese andar la tierra liminal, dejan de ser trozos para convertirse, en este libro, en un gran lienzo que pende de un estado de ánimo —de quien lo mira y de quienes lo apresan para nosotros(as)—, pero sobre todo porque se instala y compone una enorme ventana abierta (otro umbral) que evoca el traslado y visión de los autores, pero al mismo tiempo trae a la memoria de cada uno/a sus viajes en tren, ya sea por la línea principal o por los ramales, o por ese Corto de Laja al que

nos suben los fotógrafos y que ahora se inscribe en nuestros recuerdos. Semejante a los conductores e inspectores ferroviarios, Fernando y Manuel chequean y auscultan los pa(i)sajes de un tramo haciéndolos significantes y fundamentales para concluir el recorrido de Talcahuano a San Rosendo.

La gran ventana que es Liminal posee una atmósfera que podríamos describir como muy “chilena”, en el sentido del registro de la larga duración de la ruina, de la grieta, de lo que fue, no en un sentido nostálgico, sino más bien de documento y estratigrafía que habla no de reconstrucción sino de arrasamiento de la materia, de los deshechos como estética del abandono y de la orfandad secular. La “dejación” como fórmula en la que nos reconocemos y se recrea en su posibilidad de re utilización (como los pedazos de zinc que serán recipientes usados por los cerdos); los “descansos” entreverados en múltiples cruces y mestizajes de rituales y cosmovisiones sobre la muerte y el más allá; las casonas y los poderes que fueron y que hoy se sostienen en el imaginario de la relación patrón/inquilino, todo ello se ve, se aprecia y desaparece desde este libro-ventana. Esa atmósfera del “barroco chileno” es la que sentimos en el periplo del ramal, la simultaneidad de representaciones y símbolos, el ensamblaje y/o convivencia de los tiempos: desde Condorito al monumento Dinosaurio, desde Manuela Veloso a Chicolí Cuevas, desde el viñedo artesanal a la rebeldía del boldo

ante la deforestación. Todas las historias se nos suceden en el lento movimiento donde conviven escombros, restos de rieles, casas derruidas por terremotos, y a pesar de ello, o quizás por ello, la vida siempre se asoma en las flores de Hualqui, en las gallinas que anuncian cazuelas, en los pasajeros(as), en las aguas subterráneas y muy singularmente en el gesto verde, medicinal, abrasador, del peumus boldus

También Liminal nos conduce a otro espacio, a uno encantado donde se asoman ngen (espíritus), aparecidos, duendes y derroteros. Ya sea en el río Laja y sus brumas, en las quebradas, en los lavaderos de oro, en las lluvias de otoño, y en las hendiduras de la tierra, nuestros ojos perciben lo invisible que se presenta con su halo numinoso. Si las ruinas componen un acervo de lo destrozado, seres mágicos, solo reconocibles para quienes desde la ventana pueden identificarlos —porque conocen de su existencia gracias a los relatos orales de sus parientes antiguos—, se asoman juguetones o amenazantes sumergidos en las aguas del río Laja, o entre medio del escaso bosque nativo donde aún moran.

Este andar la tierra a bordo de un ramal habla de la pulsión que nos “manda a caminarla”, a percibirla desde el libroventana de manera múltiple como denuncia, asombro y deseo que se conecta afectivamente, a veces con humor y otras con tristeza, con lo pasado y de la misma manera con las urgencias chilenas aposadas

en el espacio sureño visto desde un tren remoto (evocación él mismo de un viejo esplendor). El ramal como bifurcación y desvío, en el caso de Liminal, nos deriva a los umbrales que se desvanecen, pero que el registro de Melo y Morales actualizan

y enraízan no solo en la mirada sino en lo profundo de nuestras emociones. Celebramos la aparición de este libro y de un viaje que difícilmente olvidaremos, porque nos conduce a cruzar las líneas férreas para asirnos de la tierra y andarla colectivamente.

Un susurro

Son muchos viajes. El primero es un recuerdo por esta ruta del Corto de Laja, conocida entonces como ruta a San Rosendo. Fue un viaje en tren que realicé un verano siendo aún niño, acompañando a mi padre, José Hipólito Melo, a pagar una manda a San Sebastián, patrono de Yumbel. El regreso fue en un tren de color rojo marrón gastado, con asientos duros de color oliva. En los recuerdos quedan imágenes, la mía fue un húmedo paredón rocoso con plantas de chupones, entre otras. Esa imagen debía encontrarla, fotografiarla.

Mi práctica fotográfica para este libro fue sensorial, sentí la latencia de un paisaje en transformación, frágil. Estuve atento a las huellas mínimas, hasta pretéritas. Ya como equipo, nos sentíamos parte de un encargo temporal, como sondas enviadas a fotografiar desde otro tiempo y espacio, un umbral–frontera, un espacio liminal, aquello que se ha ido, pero que a la vez está por venir. Intuíamos, más allá de nuestra preparación proyectual y el estudio previo, algo de lo que encontraríamos en este territorio. Diseñamos un eje, la línea que va desde Concepción a

San Rosendo, donde el límite era el borde y el peso fronterizo del río Biobío por un lado, y la ruralidad por el otro.

Viajé en diferentes ocasiones, varios días cada vez. Mañanas, tardes y noches en diferentes estaciones, siendo los viajes más intensos en invierno. El invierno me acomoda para fotografiar, hay una luz normalmente baja, cielos claros, oscuros, pero sin el azul, que carga de algo cotidiano que normalmente evito. La materia se intensifica en la mixtura de los paisajes culturales, la densidad del follaje, ramas y páramos intermedios, una ruta tan hermosa y nostálgica, que hace sentir la distancia perceptual que trae quien es foráneo.

En la inmersión en este territorio sentí el peso de la frontera, de la historia dura del habitar. Los relatos de los lugareños, cruzados con información histórica, permiten comprender el por qué de una construcción cultural e identitaria que es socialmente definida desde el inquilinaje y lo patronal, desde la dependencia y el sometimiento. Pero donde, pese al peso de la noche, subsisten territorios que se desarrollan con

Fernando Melo Pardo Fotógrafo y artista plástico

diversas realidades microeconómicas, y también macro, las cuales dieron forma a un espacio que se disgrega entre retazos en resistencia, de persistencia rural, y otros que se transforman aceleradamente.

Donde me detuve fue en una casona patronal de Panilemu, de la familia Muñoz. Tuve que volver varias veces, esperar la noche en ella, percibir la carga que contenía y que sentí físicamente, con un susurro en mi oído, mientras obturaba una de las tomas en un antiguo dormitorio, oscuro, abandonado, pero con todo su mobiliario sin usar desde el terremoto de 2010. En esa casona patronal vivió en el siglo XIX un juez de campo, dueño de extensas zonas de producción agrícola, principalmente de trigo, viñedos y pasturas de animales. Aún existe el patio con naranjos y flores de un antiguo jardín, donde entre las zarzas se extiende una añosa y retorcida higuera, vegetación enmarañada que ahora ocupa el espacio donde, alguna vez, hubo una celda como recurso de justicia rural, y un cepo de hierro para tobillos, el que pude tocar y fotografiar. Toda la construcción está precariamente en pie pero derruida. Un comedor, ahumados muros de una cocina, una galería enladrillada, la entrada y ventanas de una habitación especial para visitas, que tuvo decoración importada de Europa y la mejor vista al valle, además de un pequeño salón de baile, que en realidad no era más que otra habitación. Es muy probable, por relatos y cruce de datos, que allí haya descansado, bebido y comido el despiadado capitán Hernán Trizano

Avezzana, y su comando de ajusticiadores de la frontera, de negra fama en el mundo rural y entre los mapuche. No es de extrañar que haya sido hospedado como parte de un protocolo obvio de un juez de campo de la zona de frontera. Al estar en el sombrío y ruinoso comedor, imaginaba los sonidos de las botas, espuelas, el sonido metálico de fusiles y armas que se apoyan al piso y en algún muro. Estar allí, para mí, fue recoger aquello que ya antes era un algo, era ese susurro, que se hizo sentido y oscura presencia, escalofriante incluso.

A pesar de lo que pensaba era mi función en el proyecto, apuntar principalmente al paisaje, retraté aquella vez a un descendiente de la familia dueña de la casona, Juan Muñoz, en un oscuro comedor, empolvado y arruinado, pero aún con mesa y sillas. En ese ambiente, para preparar la escena y su mirada, le indiqué; “Tú representas, en este retrato, a todo este pasado. A lo feliz y triste de esta casa”.

Además del foco en este lugar de la historia local, puse mi atención también en la materia de los paisajes culturales, que se representa, entre otros, en el manejo de lo vegetal y lo botánico. Es por eso que retraté las huellas de los jardines entre las malezas. Los jardines como escenarios de un paisaje doméstico y primario, para el solaz, pero también para tomar flores y ofrendar a sus muertos, costumbre que aún se mantiene en las zonas rurales. Me recordó esta idea de cómo los jardines nos muestran el paso

del tiempo, algo que leí del filósofo coreanoalemán Byung-Chul Han: “el tiempo del jardín es el tiempo de lo distinto”.

También me interesó la materialidad temporal presente en los árboles, algunos de presencia extraña, como unos cipreses foráneos que comparten una colina con una araucaria. Y también el dominio del terreno por la industria forestal. La presencia nativa es escasa, visible en quebradas donde resisten algunas especies, peleando el aire y el agua con enredaderas parasitas y coligues. La densidad arcaica del terreno la encontré en dos canteras, de donde se sacaron las rocas para la construcción de la línea férrea, y también fueron material de construcción para uno de los centenarios diques del astillero de Talcahuano. La textura y color de esos cortes e inmensos volúmenes, contienen el tiempo como algo ineludiblemente tangible. Este territorio está rodeado además de importantes cursos de agua, los ríos Biobío,

Laja y Claro. En un rincón de uno de los parajes más intermedios, el cuerpo de agua se deslizaba en un silencio numinoso. Ahí comprendí por qué, como sostenía Goethe, el amor al paisaje pasa por un ver profundo: la contemplación.

Estos ríos son claves y siguen siendo referencia de pertenencia y de donde están los otros, esa alteridad radical marcada por las fronteras.

Regresé a casa luego de una serie de viajes, con sus estadías y 1723 fotografías. Con la sensación de haberme transportado a lugares que reconocí en la memoria de mi familia rural paterna. Valoro mi reencuentro con el paisaje, y a ratos andar a solas por aquellos caminos por donde se perdía la gente que bajaba en las estaciones del Corto de Laja. Ansiaba conocer qué había más allá de la curva del camino, pero también reflexionar sobre este país, aún en una construcción compleja y frágil.

Paisaje, tiempo histórico y fotografía

La neblina que aparece en la primera imagen de esta publicación, siempre me hizo recordar el libro El paisaje de la historia, del historiador norteamericano John Gaddis, quien propone reflexionar sobre la representación del pasado desde las imágenes de un paisaje, eligiendo para ello la pintura El caminante ante un mar de niebla, creada en 1818 por el pintor Casper David Friedrich, del romanticismo alemán. Allí vemos un hombre que desde la altura mira una geografía envuelta en niebla, escena que le permite a Gaddis hablar del “dilatado horizonte” que ofrece la distancia y lejanía temporal, consistiendo la historia, plantea él, en una cuestión de perspectiva: “Sólo podemos presentar el pasado como un paisaje próximo o distante, de modo muy parecido a como Friedrich pintó lo que ve el caminante desde su elevado punto de observación”.

Más allá de no coincidir con la tesis historiográfica detrás —distancia temporal y mirada generalista—, siempre me quedó dando vuelta esta idea de acercarse al pasado desde la imagen de un paisaje

brumoso, inundado por la neblina. Tiempo pasado que si bien logramos dimensionar luego de mirarlo en un plano general, como paisaje, no podemos verlo completamente sino hasta que nos acercamos y aproximamos al plano de los detalles. Por un lado generalidad, del otro particularidad. En una vereda la universalidad, en la otra la singularidad. Polaridades que juegan entre el alejarse y el acercarse, entre el restarse y el implicarse, entre ganar perspectiva o poder aproximarse. Entre estar afuera o meterse dentro, pero también cuanta homogeneidad o heterogeneidad otorga dicha posición. Alrededor de estas discusiones dialoga la historia, la antropología, el cine documental y la epistemología. Pero también las fotografías de este libro remiten a esas controversias. En esta publicación se dejan sentir estos cruces, estas intersecciones disciplinarias, tematizadas en torno al tiempo, proponiéndose un relato fotográfico y visual sobre las huellas y vestigios que deja su paso en el paisaje natural, cultural y humano que circunda el ramal ferroviario Corto de Laja, que avanza en paralelo al río

Rafael

Biobío. En este paisaje algunos espacios se vuelven liminales, reabsorbidos por la naturaleza, zonas de interregno entre ésta y la cultura. Otros espacios son transformados de forma acelerada por el capitalismo en su faceta neoliberal, sea como plantaciones forestales o parcelación de la ruralidad. El foco que los autores hacen en ambos espacios muestra una cierta melancolía, un espíritu romántico, como el que inspira el citado cuadro de Friedrich, o el epígrafe de Adolfo Couve que aparece al comienzo de este libro, que resulta un encuadre perfecto a ese intento de rescatar algo, de que algo perviva al tiempo, que no se pierda, que persista. La tensión sobre la que fijan su mirada, entre la permanencia y el cambio, busca dilucidar la inscripción del tiempo en las materialidades de un territorio específico, marcado históricamente como una zona fronteriza, de choques, cruces, violencia y pacificación.

En las imágenes aparecen diferentes contemporaneidades, que conviven en el presente entre sí, chocando, dialogando, negociando, intersectándose, influyéndose. Esas temporalidades diversas habitan, todas, una zona de frontera, cuya función histórica ha sido producir una alteridad, un otro que es diferente al ser nacional, que es único, y que localmente se representa en el colono criollo. Esta producción de una alteridad radical es la marca de una temporalidad de larga duración de este lugar, donde ese otro indígena deja señas en la toponimia, la antroponimia, las

tradiciones y en el ensordecedor eco de su negación presente. La frontera es la metáfora de un Chile fracturado social, territorial y racialmente.

Según anotamos en la conceptualización del proyecto, momento en que comenzó a idearse esta obra fotográfica, lo que buscaban Fernando y Manuel era registrar esos cambios en el paisaje humano y natural, retratar los paisajes múltiples y la multiplicidad de paisajes, las geografías cambiantes. Visualizar la significación y simbolización de la naturaleza, las señas y los signos de la construcción histórica de los paisajes, donde unos se hacen liminales y otros se transforman aceleradamente. Registrar y capturar, visualmente, la memoria de las cosas, de aquellas materialidades como la ferroviaria, con sus formas de vida ya casi extintas, incluso fetichizadas. Para crear esta obra, con estos temas como telón de fondo, el punto de vista que los fotógrafos asumieron consideró tanto el distanciarse como el aproximarse. Distancia para adquirir perspectiva, cercanía para capturar la heterogeneidad de los detalles. En la guía del proceso creativo se asentó la metáfora de una sonda de inmersión, en el sentido de una heurística o camino de descubrimiento: sumergirse y moverse en los intersticios de un paisaje rural en modificación radical, cuyos espacios productivos y formas de vida campesina han sido desmembrados por las plantaciones forestales y la colonización urbana de lo

rural, con su ensoñación aspiracional de la parcela propia y la vida al aire libre. De allí tomaron muestras visuales, representaciones fragmentarias, restos, que nos plantean como indicios del tiempo en el paisaje, las huellas de su paso.

Estas imágenes no buscan describir o explicar, sino más bien intentan una mirada de autor. En el caso de Fernando, su obra gira en torno a escenificar el paisaje como si no existiera el tiempo, donde una foto podría ser de hoy, o de hace medio siglo, reforzando la idea que el paisaje relativiza el tiempo. Para eso ejerce el oficio de fotógrafo de forma contemplativa, aunque su modo de trabajo es planificado, pensando e interviniendo el registro de la imagen con el aparato técnico, e intermediando con la postproducción. Su objetivo es producir una imagen, resultado de un procedimiento técnico y una orientación creativa. Es una forma de trabajo sistemática, motivada como artista y pensada de forma proyectual: el centro es la obra. Manuel, en cambio, busca más bien capturar un instante, y enfatizar algo. Lo encuadra, selecciona, y luego lo discrimina para mostrarte algo, señalarte una forma de ver, un modo de leer la imagen. Compone: formas, colores, elementos, relacionándolos en el encuadre. Lo técnico se subordina a la impresión visual, que es lo que prima en sus imágenes. Por eso que su modo de fotografiar es rápido, más bien instantáneo. Recuerda la idea, un poco manida de tan referida, del momento decisivo de Henri Cartier-Bresson.

Esa idea, tan fotográfica y moderna, de rescatar la realidad, de capturarla antes que desaparezca, antes que el tiempo se la lleve. “Aparece la imagen, y no la dejo pasar”, me contaba hace unos años en una conversación, y agregaba que lo suyo era intuitivo: “Me gusta no saber muy bien qué voy a fotografiar, pero voy buscando contrapuntos entre lo serio que estoy haciendo, y la mirada más pícara, con chispeza”. Es una búsqueda intrusa, como de mirar pal’ lado, motivación que lo hace recolectar detalles desde una perspectiva diferente, medio irónica, humorística, risueña, a la vez que profundamente documental.

Estas miradas personales, tan definidas en un inicio, comenzaron a cruzarse a lo largo del proyecto. Cada cual fue “metiéndose en el terreno del otro”, como verbalizaron un par de veces. Incluso, en el proceso editorial también fuimos confundiendo algunas fotos, pensando que eran de uno, cuando eran del otro. Los estilos fueron contagiándose, influyéndose, a partir de un diálogo que dio paso a la mezcla. Pero quizás, también, porque estos paisajes, y sus huellas temporales, fueron ajustando hasta la propia representación que de ellos hicieron este par de fotógrafos.

El resultado es un libro que se estructura a partir de fragmentos y muestras, de retazos, de pedacerías visuales, y por ahí avanza en un relato, constituyendo una metáfora editorial de la actual parcelación del territorio: la disección de la ruralidad

coloniza también el lenguaje visual y editorial. En el proceso recogimos esta visualidad, la interpretamos en tanto señas e indicios sobre el tiempo y el paisaje, y la reordenamos desde una perspectiva de fotografía contemporánea. Se propone así una obra que recorre los paisajes, se mueve por el tren, visita sus vestigios, así como

los caminos de la memoria y las violencias históricas y contemporáneas que han asolado esta zona de frontera, a la vez que retrata materialidades que se han vuelto liminales, y otras que se han transformado aceleradamente, dejando lugar también para la mirada de cada autor.

Listado de fotografías

Neblina sobre el río Laja. Este curso de agua nace en el lago Antuco, enclavado en los Andes, desde donde el río se va ensanchando y aplanando su lecho, para confluir, después de un gran recorrido, con el río Biobío, el cual lo absorbe muy cerca de donde se instaló la estación ferroviaria de San Rosendo. Manuel Morales.

Paredón rocoso en el recorrido del tren. Imagen inspirada en recuerdos de infancia de un viaje en tren a Laja: un húmedo paredón rocoso con plantas. Esa fotografía debía ser encontrada. Lo fue. Fernando Melo.

En las quebradas de difícil acceso conviven la poca vegetación nativa en medio de plantas trepadoras y parásitas. El bosque nativo lucha no solo contra sus amenazas humanas, sino que también contra las naturales. Fernando Melo.

Una tarde de invierno, fría y lluviosa, se observan estos estratos rasgados a la tierra, como una herida actual que deja ver el pasado de este territorio. Fernando Melo.

Los primeros lavaderos de oro de la zona del río Quilacoya, también mencionado como Culacoya en los documentos, fueron descubiertos por Pedro de Valdivia a inicios de la década de 1550, donde se constituyó un asiento de minas, que se desocupa luego de su muerte en 1553. Su fama perdura hasta hoy, donde todavía se dejan ver algunos buscadores de oro en el río, con palas y bateas. Fernando Melo.

En 1855 se forma la Compañía del Ferrocarril del Sur. En torno a sus estaciones se conformaron focos comerciales, sociales e integración económica de las regiones más alejadas del país. Aquí se aprecia parte de la línea ferroviaria que bordea el río Laja, antes de llegar a su cruce con el Biobío, a la altura de la estación San Rosendo. Esta pequeña ciudad ferroviaria se transforma en la puerta de entrada del tren a la Araucanía, tanto que llegará a ser punta de rieles, lugar clave para el mantenimiento de la red longitudinal del sur. Importantes son además su sala de máquinas, maestranza y carbonera, ubicadas junto a la línea y a la orilla del río. Fernando Melo.

Vista a las zonas del interior, un día de lluvia en otoño, recorriendo un tramo del tren Corto de Laja. Fernando Melo.

Así se ve el río Biobío en una mañana de otoño desde el interior del tren, en el trayecto hacia Laja. Manuel Morales.

Pasajera yendo a San Rosendo en el Corto de Laja. Manuel Morales.

Estación Valle Chanco, donde una mujer baja y se interna sola en los campos. Hay gente que tiene la suerte que alguien o un lugar los espera. Fernando Melo. Vista desde el tren al río Biobío, cercano a la estación Gomero. Manuel Morales.

Luis Zenteno Soto es vendedor en el tren desde hace cuatro décadas. El oficio le fue transmitido por su padre, José Miguel Zenteno Contardo. Aquí sentado en trenes recientemente adquiridos por la empresa para el ramal Talcahuano–Laja. Manuel Morales.

Pasajeros en los nuevos trenes de origen chino que EFE incorporó, a fines de 2021, al trayecto o ramal Corto de Laja. Manuel Morales.

Vista del sector Turquía, unos kilómetros al interior de San Rosendo, en la ribera del río Laja. Este plano amplio permite apreciar aquello que pronto cambiará, donde aún existe esa carga de un espacio en espera, de silencio, quietud y brisa. Fernando Melo.

Hierro, carbono, silicio, azufre, fósforo, arsénico son, entre otros minerales, los que se necesitan para fabricar estos rieles, ahora silenciosos y en desuso. Fernando Melo.

Inversiones en trenes chinos para el trazado del Corto de Laja, donde además se instalaron más de setenta mil durmientes de hormigón, y casi tres mil toneladas de rieles. Manuel Morales.

El pasado, cuya materialidad fundante fue la madera, se acumula ruinosamente, como un vestigio de aquello que ocurrió. Manuel Morales.

El poblamiento de San Rosendo, iniciado por trabajadores ferroviarios en el periodo 1869–1874, se da en terrenos de la antigua estancia San Rosendo, de propiedad de la familia Larenas Ibieta. El tramo del tren Chillán–San Rosendo–Talcahuano se concreta en 1872, y en 1876 está listo el tramo San Rosendo–Angol, siendo reemplazado en 1889–1890 el actual puente entre Laja y San Rosendo. La estación San Rosendo pasa a ser con el tiempo una punta de rieles, esto es, un lugar clave en que se bifurcan líneas hacia el norte, sur y la costa del gran Concepción. Además del mantenimiento, aquí se cambiarían las locomotoras y carros. En este conjunto ferroviario destaca la chimenea. Fernando Melo.

De esta cantera, ubicada de camino a la localidad de Turquía, se extrajeron las piedras para la estabilización de la línea ferroviaria y la construcción del dique nº 2 de carenado de barcos del puerto de Talcahuano, a fines del siglo XIX. Fue explotada por Luis Rigollet Baire, ingeniero francés de Lyon, cuyos descendientes aún habitan una explotación forestal del sector, antiguamente llamado El Arenal. Fernando Melo.

Una zona antropizada del sector ribereño del río Laja, a la altura de Turquía. Aún es un lugar quieto, latente en su liminalidad, aunque pronto estará parcelizado y urbanizado. Fernando Melo

Sendero hacia el antiguo huerto y viñas de la familia Cuevas Gacitúa, del sector de Callejones. Manuel Morales. Entrada al fundo forestal de propiedad de la familia Muñoz Zamorano, en el sector de Turquía. Existe allí un aserradero y su casa principal, construida en 1889, sirvió durante mucho tiempo como lugar de administración de los trabajos en la cantera. Manuel Morales.

Afiche de la campaña del Plebiscito de 1988, donde aparece el rostro del dictador Augusto Pinochet. Se encontraba pegada en la pared de una de las habitaciones de una antigua casa rural del interior de San Rosendo. Manuel Morales.

En la ciudad de Laja se emplaza la planta de celulosa de la empresa CMPC, holding forestal conocido como La Papelera, controlada por la familia Matte. Su incidencia no es solo territorial y empresarial, sino que también política, como en el Golpe de Estado civil–militar de 1973. Uno de sus funcionarios, Luis Jarpa, ha sido recientemente condenado como cómplice de los asesinatos de obreros y campesinos en los días inmediatos al golpe, causa judicial que se conoce como “Caso Laja–San Rosendo”. Manuel Morales.

Apuntes, esquemas e ilustraciones de un cuaderno personal de Luis Alberto del Carmen Araneda Reyes, confeccionado en 1971. Nace el 20 de Agosto de 1930 en Rafael, localidad campesina al interior de la comuna de Tomé. De joven ingresa, en 1949, a trabajar a la Empresa de Ferrocarriles del Estado, donde con el tiempo llega a ser maquinista. Recorre diversos tramos: Talcahuano–San Rosendo, San Rosendo–Temuco, Ramal Traiguén–Capitán Pastene, Tren Obrero San Rosendo–Laja. Fue ejecutado por Carabineros de Chile en septiembre de 1973, a pocos días del Golpe de Estado, como parte de las políticas de exterminio de la oposición política a la recién iniciada dictadura civil militar, liderada por los uniformados pero auspiciada y respaldada por la derecha política y grandes empresarios, como los Matte. Recientemente, en agosto de 2021, la Corte de Apelaciones de Concepción confirmó y aumentó las sentencias a un conjunto de policías y civiles —liderados por el ex teniente Alberto Juan Fernández Michell—, a los que declaró autores de los homicidios de diecinueve trabajadores rurales y obreros de Laja y San Rosendo, algunos de los cuales eran militantes locales de partidos de izquierda. Manuel Morales.

Cuando alguien moría en el campo, luego del velorio se lo trasladaba al cementerio de la iglesia, y luego al civil o municipal, alzando el ataúd a fuerza de hombro. Dicha tarea de seguro que extenuaba, siendo apaciguada con detenciones en lugares llamados descansos, los que se llenaban de cruces dispuestas al pie de un árbol, terminando por transformarse en una suerte de altares, un símil de las animitas, como este ubicado en los alrededores de Rere. Con el tiempo, detenerse en estos lugares se convirtió en parte del rito fúnebre, visitándose aquellos dispuestos cerca de las viviendas donde se desarrollaba el velorio. Manuel Morales.

Cada vez más se cruzan ante el tren estas escenas de loteos de las explotaciones rurales que circundan la línea, parcelación que se combina con interminables plantaciones forestales. Fernando Melo.

Vista de la casona de “los Muñoz”, donde vivía una familia dueña de grandes extensiones agrícolas. En esta imagen, tomada desde el jardín que la familia llamaba de los naranjos, se aprecia el antiguo corredor y el lugar contiguo donde, recuerdan los actuales descendientes, se disponían bajo los árboles los mesones en que almorzaban los trabajadores del fundo. Fernando Melo.

La familia recuerda que en el momento de esplendor del fundo, una de las habitaciones de la casa se destinaba como salón para fiestas y bailes. Aún se conservan desperdigadas las tablas del piso, aunque sus muros cayeron y toda su interioridad quedó expuesta, llenándose de vegetación. Fernando Melo.

Retrato de Juan Muñoz Ruiz, descendiente de los dueños de la casona. Antes de la foto, se le dijo: “Tú representas, en este retrato, a todo este pasado. A lo feliz y triste de esta casa”. Fernando Melo.

Vista exterior de la habitación para invitados especiales que recibía la familia, la cual estaba lujosamente amoblada y contaba con una ventana hacia el pequeño valle, lo que le daba una vista privilegiaba del paisaje rural. Hoy uno de sus muros se cayó, y la antigua higuera penetra el espacio con su torcido ramaje, como si el paisaje invadiera el marco dispuesto para mirarlo. Fernando Melo.

Esta casona fue propiedad de un antiguo juez de campo de apellido Muñoz, que aplicó la ley después de la colonización de la Araucanía. Este cepo de hierro fue ocupado para tal función jurisdiccional, y aún lo resguarda la familia. De seis metros de longitud, y con grilletes para tobillos, se disponía en una pieza de la casa que funcionaba como celda. Fernando Melo.

Este pequeño puente, visto desde una acequia y en medio de una mata de coligues, muestra uno de los principales problemas de algunas de estas zonas en las últimas décadas: la sequía y escasez hídrica producida por la industria forestal. Fernando Melo.

Las materialidades engañan, confunden, pues su reutilización es clave, sobre todo en las zonas rurales. Aquí estos techos de zinc, cortados y dimensionados, pasan a funcionar como platos para alimentar a los chanchos. Los cochinos o marranos son animales fundamentales para reducir los residuos domésticos rurales, convirtiéndolos, a su vez, en alimentación para las familias. Y las visitas. Manuel Morales.

Vertiente de agua subterránea a la que se llega escarbando, delicadamente, entre grietas y huecos de un suelo de arena y rocas. Con ésta se abastece desde hace décadas la familia Cuevas Espinoza, del sector de Callejones. Aguas que, distribuidas por mangueras, se destinan al consumo humano y el regadío de algunos cultivos. Manuel Morales.

Un futbolero Condorito dibujado en una pared de un pozo negro, típico baño rural, en el sector de Turquía. Manuel Morales.

Camino desde Los Despachos hacia Buenuraqui, donde se encuentra una estación del tren Corto de Laja. Marca un límite entre las orillas de un entierrado camino rural, y los espacios urbanizados del asfalto, que aceleradamente va conquistando terreno. Fernando Melo.

Piscina y explanada del fundo La Rinconada en Hualqui. En 1943 el directorio del sindicato industrial de la refinería de azúcar CRAV de Penco —donde trabajó toda su vida José Hipólito Melo, padre de Fernando— autoriza la compra de esta propiedad, donde se construye una colonia veraniega para las familias de los trabajadores de la empresa. “Recuerdo a mis diez años en ese mismo encuadre a mi madre, Marta Inés Pardo, en una reposera de madera adirondack, tomando una copa de helado”. Fernando Melo.

Flores que seguramente manos de mujeres cultivaron y cortaron en el pasado activo de la centenaria casona de “los Muñoz”. Fernando Melo.

La costumbre rural de compartir y cultivar bulbos de flores, que hasta hoy crecen en los jardines de algunas casas de Hualqui, se mantiene y sirven incluso para llevar ramilletes floridos a sus muertos. Además, estas especies hoy han desaparecido de las colinas circundantes, de donde provienen, en vista del monocultivo forestal y la acidificación que producen en los suelos. Una vez más las mujeres rurales han resguardado el patrimonio natural y cultural de la zona. Fernando Melo.

El muro de malla rachel circunda una remodelada plaza de Talcamávida. Manuel Morales.

Reproducción de un dinosaurio a escala natural en San Rosendo, junto a la ribera del río Biobío. Manuel Morales.

Cactus en un frontis de una antigua casa de adobe en Buenuraqui. Manuel Morales.

Gallinas domésticas se pueden encontrar en todos los rincones del mundo, forman parte fundamental en la alimentación humana, sobre todo de los grupos campesinos. No faltaban en la casa de don Omar Rozas, en el sector de Panilemu. Manuel Morales.

Luego de una jornada de trabajo, viene el lavado. Acá don José Luis “Chicolí” Cuevas Gazitúa luego de un día de trabajo en el viñedo familiar, plantado a inicios del siglo XX por sus abuelos José Cuevas Rozas y Rosa Espinoza Jara. Manuel Morales.

El sector de Callejones cuenta con una población que ronda los noventa vecinos, que se distribuyen en una cincuentena de viviendas, algunas de ellas centenarias, aunque el terremoto de 2010 causó estragos en la añosa arquitectura rural. Hoy es propiamente un caserío, dedicándose sus antiguos habitantes, cuando no son jubilados, a criar uno que otro animalito, cultivar un pequeño huerto, algún viñedo, o emplearse como obreros agrícolas de algunas de las explotaciones de cerezos o ganado que existen hoy en los predios de la familia Matthei. Aquí antiguos habitantes del lugar, los hermanos Rozas Segura: don Mario, doña Irma Adriana y doña Berta Inés, quienes viven junto a la posta rural del lugar. Manuel Morales.

La señora Raquel María Angélica Cuevas Gacitúa, heredera de la tradición familiar de la viña San Benito, donde hace vino país y un reconocido vino malbec. Manuel Morales.

La centenaria señora Manuela Albertina Veloso Fica, del sector Tumentuco. Manuel Morales.

Solo minutos dura el trayecto entre los poblados de Santa Juana y San Rosendo, respectivamente en las riberas sur y norte del río Biobío. Esta ruta fluvial de traslado vehicular ayuda a los vecinos a disminuir considerablemente el tiempo de viaje entre un lado y otro de la antigua frontera. Estas formas de transporte dan continuación a las antiguas balsas que recorrían el río llevando gente. Manuel Morales.

Las viñas de Malbec, junto a plantas de cerezo, son parte de una de las explotaciones vitivinícolas más escondidas de Callejones, la viña San Benito, que se encuentra al cuidado y producción de los hermanos Cuevas Gazitúa.

El río Claro corre silencioso en una noche de otoño. Fernando Melo.

Un álamo se destaca sobre un terreno recién plantado en primavera, siendo protegido por una frágil cruz de madera en el huerto de la familia Cuevas Gazitúa en Callejones. Fernando Melo.

La fresca y antigua bodega para conservar la artesanal producción del malbec de la viña San Benito, regentado por la señora Raquel Cuevas. Fernando Melo.

Un árbol endémico, el boldo, entre un bosque de pinos de un predio forestal. Fernando Melo.

Los relatos e historia local del sector interior de la ribera norte del Biobío llevan inevitablemente a este lugar, Rere, actualmente dependiente de la comuna de Yumbel. Fundado en 1586 bajo el nombre de Villa de Nuestra Señora de Buena Esperanza de Rere, se ha conformado una rica tradición oral sobre su antigüedad: el banco local que acuñó su propia moneda, la estancia e iglesia que manejaron los jesuitas, el campanario de su iglesia, o el archivo parroquial, que resguarda aún importantes documentos coloniales. Fernando Melo.

En el camino rural desde la estación de Buenuraqui a Los Despachos, a la altura del sector de Unihue, existen estos cipreses que cambian el paisaje. Le preguntamos a una señora por qué estaban en esa colina, su respuesta fue: “Mi abuelo los plantó porque se verían bonitos, para mirar desde ahí el campo”. Completa el paisaje una araucaria, más pequeña pero más antigua. Fernando Melo.

En Talcamávida existió un antiguo fuerte militar español durante el siglo XVI, en la orilla norte del río Biobío y frente al fuerte de Santa Juana de Guadalcazar, ubicado en la ribera sur. Se fundó oficialmente como poblado en 1772 con el nombre de San Rafael de Talcamávida. Hasta hace no mucho sus calles eran de tierra y no contaba con infraestructura sanitaria, lo que saturaba y contaminaba la laguna contigua al lugar. Hoy se construyó alcantarillado y una planta local de tratamiento de aguas, además de pavimentar sus calles, por donde transitan principalmente camionetas de los contratistas forestales. Fernando Melo.

Diariamente hay personas que cruzan desde Santa Juana a San Rosendo y Laja en busca de provisiones o por trabajo. Manuel Morales.

Nuevo puente vehicular y peatonal conecta Laja y San Rosendo. Se construyó un par de kilómetros al interior del río Laja, y fue habilitado el año 2014. Manuel Morales.

Fuentes

Arriagada, Roger. (2020). San Rosendo. Historia, crónicas e imágenes.

Astorga, Ricardo. (s/f). “Turquía espera el siglo veinte”. Revista del Domingo, El Mercurio. Santiago. “Caso Laja–San Rosendo”. Rol Corte Penal 787–2020 y acumulados. 14 de agosto de 2021. Fallo redactado por la ministra Nancy Bluck Bahamondes. Consultado el 9 de octubre de 2022: https://enestrado.com/fallo-describe-el-rol-de-los-trabajadores-de-la-cmpc-en-el-crimencorte-de-concepcion-aumenta-penas-a-condenados-por-homicidios-de-campesinos-y-ordena-al-fisco-pagar-indemnizacion-de-5-400-millones/

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Vicuña Mackenna, Benjamín. (1969). La edad del oro en Chile. Santiago, Editorial Francisco de Aguirre [1ª edición de 1881].

Entrevistas

Altamirano Soto, Depolinare. 2021, Talcamávida. Recopilador de la historia local. Araneda Reyes, Luis Alberto, 2022, Concepción. Su padre fue asesinado en dictadura. Bernedo, Loreto; Bernedo, Luis. 2021, Rere. Regentan el Museo de Rere.

Cuevas Gazitúa, Raquel. 2021, sector Callejones. Pequeño agricultora y viñatera.

González Sparza, Doris. 2021, sector Panilemu. Pequeña productora artesanal.

Muñoz Ruiz, Johnny. 2021, sector Panilemu. Obrero agrícola.

Muñoz Ruiz, Juan. 2021, sector Panilemu. Obrero agrícola.

Rojas, Luis. 2021, Hualqui. Pequeño agricultor.

Rozas Soto, Omar. 2021, sector Panilemu. Pequeño agricultor y viñatero. Sáez, Pedro. 2021, sector Ranguel. Pequeño agricultor y viñatero.

Sanhueza, Emérito. 2021, Talcamávida. Antiguo balsero.

Yáñez, Guillermo. 2021, Hualqui. Funcionario municipal de turismo.

Zapata Zúñiga, Juan. 2021, San Rosendo. Antiguo comerciante.

Agradecimientos

Como autores, agradecemos a todas y todos quienes de forma amable y desinteresada nos dieron su confianza, permitiéndonos registrar parte de sus vidas, lugares y paisajes.

De San Rosendo, agradecemos a don Juan Zapata Zúñiga y familia. Don Juan nos llevó de un lado a otro en su furgón, acercándonos a la historia de San Rosendo, a su pasado como comerciante de un territorio que giraba en torno al tren, revelando, capa por capa, la riqueza cultural de las zonas campesinas interiores. Estos recorridos fueron como sumergirse en la memoria de su vida, la de su familia y los habitantes rurales de la comuna, quienes al vernos llegar con él, nos abrían las puertas de par en par, en vista de la confianza y larga amistad, diciéndonos incluso: “Si vienen con Juanito, entonces son amigos”.

Muy especialmente agradecemos a Luis Emilio Araneda Molina, hijo de Luis Alberto Araneda, maquinista ferroviario de San Rosendo que fue ejecutado por su posición política en septiembre de 1973, a pocos días del Golpe de Estado civil militar. Don Luis Emilio nos compartió antiguas fotografías

familiares, y permitió que registráramos un cuaderno con anotaciones e ilustraciones de puño y letra de su padre.

A don Omar Rozas Soto, de Panilemu, por una muy enriquecedora conversación sobre la antigua vida campesina de San Rosendo, la forma de producción de vinos, con su respectiva cata, y sus reflexiones sobre los actuales desafíos que enfrenta el campo, en especial en vista de esta nueva forma de colonización urbana que es la parcelación de la ruralidad.

De Callejones agradecemos a la señora Raquel María Angélica Cuevas Gacitúa, que produce el famoso malbec de la Viña San Benito, y que junto a sus hermanos José Luis y Reinaldo, nos recibió amablemente en su casa, haciéndonos además un largo recorrido por sus viñas y las colinas del lugar. A Johnny Esteban Muñoz Ruiz, su señora Doris González Sparza y su hija María, por la cariñosa acogida y las tan ricas mermeladas y conservas caseras. A Juan Alberto Muñoz Ruiz, quien con hospitalidad nos acogió y abrió las puertas de la antigua y derruida casona patronal Panilemu de “los Muñoz”,

lugar que es es uno de los focos de este libro. A don Claudio Muñoz, el más antiguo de esta familia. A los hermanos Rozas Segura: Mario, Irma Adriana y Berta Inés. A la señora Marta Elena Martínez. A don José Luis Rozas, de la Viña San Roke, por las conversaciones vitivinícolas. Al “turco” Fariz, del sector de Turquía. También al Hogar Ferroviario de San Rosendo y la familia Melo Baracatt. De Hualqui agradecemos a Guillermo Yáñez Carrasco, funcionario de la Oficina de Turismo de la Municipalidad de Hualqui, quien con amabilidad y generosidad única compartió sus contactos en el territorio, y nos llevó a recorrer la comuna, en conjunto con su padre, don Guillermo Yáñez Gutiérrez. A don Luis Rojas, quien nos mostró su antigua bodega en la ciudad, que protagonizó la época de esplendor triguero. A don Pedro Gastón Sáez, campesino y viñatero del sector de Ranguel, quien nos recibió y atendió en sus bodegas y viñas. A Miguel González Jeréz, trabajador del Fundo La Rinconada, quien nos abrió las puertas y recibió para el registro. A la destacada y reconocida artesana Ivonne Toledo Flores, patrimonio vivo de la localidad.

Agradecemos además a doña Manuela Albertina Veloso Fica e hijos, centenaria vecina de Tomentuco. A Andrea Carolina Arriagada Cárcamo y familia, de Rere. A Luis Bernedo y su hija Loreto, quienes regentan y administran el Museo de Rere, donde se recopila la historia local y que constituye un importante patrimonio regional. A Renato Muñoz y Myriam Ríos, del sector de Turquía.

De Talcamávida agradecemos a don Depolinare Altamirano Soto, “don Polo”, quien nos compartió su archivo documental. A Mónica Borlando, quien nos proporcionó valiosos datos del lugar. A don Emérito Sanhueza, “El Pollito”, antiguo balsero que cruzaba el río entre Talcamávida y Santa Juana.

A Carlos Barrenechea Gutiérrez, quien con gran gentileza y una cordialidad única, nos recibió, atendió y agasajó en una de las incursiones a terreno, en medio de la pandemia. A Nicolás Sáez, por el apoyo. A Christian Winter, por su apoyo en la producción en terreno, y a Álvaro Astete por sus contactos en Rere. A don Luis Zenteno.

A Sonia Montecino, por confiar en nosotros e integrarse al equipo, aportando un texto sustantivo que da cuerpo al libro, y muestra un camino de posible interpretación. A Jorge Gronemeyer, por su significativo y acertado aporte al proceso de edición fotográfica.

A Marcos González Valdés, por su trabajo de diseño del libro y postproducción de imagen. A Fernando Venegas Espinoza, director del Departamento de Historia de la Universidad de Concepción, por el apoyo al proyecto. A Gonzalo Bustos de la Galería de la Historia de Concepción, por el apoyo en la mediación del proyecto. A Samuel Quiroga, de la Pinacoteca de la Universidad de Concepción, por apoyarnos en la difusión de esta iniciativa fotográfica. A la Universidades de Concepción y la Universidad del Biobío, nuestros lugares de trabajo.

A Kamayok Ediciones por confiar en el proyecto y desarrollarlo editorialmente.

A nuestras familias por el apoyo incondicional: Gloria, Micaela, Bruno, Lía y Amalia.

LIMINAL

Fernando Melo Pardo

Manuel Morales Requena

Presentación

Sonia Montecino Aguirre

Dirección editorial Rafael Contreras Mühlenbrock

Idea y concepto

Fernando Melo Manuel Morales Rafael Contreras

Asesoría en edición fotográfica Jorge Gronemeyer

Postproducción de imagen

Fernando Melo Marcos González

Diseño Marcos González Valdés

© De esta edición: Kamayok Ediciones © De sus fotografías: Fernando Melo © De sus fotografías: Manuel Morales © De su presentación: Sonia Montecino

Melo Pardo, Fernando Morales Requena, Manuel

LIMINAL / Fernando Melo y Manuel Morales. 1ª ed. – Ovalle, Chile: Kamayok Ediciones, 2022. 152 páginas, 21 x 25 cm (Colección Fotografía) 59 fotografías

ISBN: 978-956-09288-3-2 Registro de Propiedad Intelectual: 2022-A-8714 1. Fotografías.

Esta obra contó con aportes del Fondart Regional de la Región del Biobío, convocatoria 2021, mediante el proyecto nº 577.513, “Aceleración de la transformación”.

Primera edición de diciembre de 2022. Editado y publicado por Kamayok Ediciones. Todos los derechos reservados. Pueblo de Limarí, Ovalle, Región de Coquimbo, Chile. Contacto: kamayok.ediciones@gmail.com

Se imprimió la cantidad de 300 ejemplares en los talleres de A Impresores, Santiago (Chile).

Cualquier reproducción total o parcial de esta obra, incluidas las fotografías, textos y diseño original, podrá realizarse solo con el consentimiento por escrito de los titulares de derechos de autor.

Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes (FONDART) 2021.

Esta obra propone un relato fotográfico y visual sobre las huellas que deja el paso del tiempo en el paisaje natural, cultural y humano que circunda el trayecto del tren Corto de Laja y el río Biobío. Espacios liminales que son reabsorbidos por el tiempo y la naturaleza, y otros que son transformados aceleradamente por la industria forestal y la parcelación de la ruralidad. Sobre esta tensión fijan su mirada los autores, Fernando Melo y Manuel Morales, para capturar imágenes con los vestigios del tiempo en el espacio, con sus permanencias y sus cambios.

Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes (FONDART) 2021.

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