2 minute read

Cosas de Don Bosco EL SOMBRERO

Nota

Octubre de 1854. Don Bosco prepara la larga excursión con la que premiaba a sus muchachos en otoño. Regresa solo de Castelnuovo. Un tal Antonio, recién salido de la cárcel, y al que ayudó tiempo atrás, intenta asaltarle. Aunque oculta el rostro con un sombrero, Don Bosco le reconoce (MBe III, 427-428).

Advertisement

El sombrero

Un rostro al descubierto

Se abrió lentamente la verja del portón de la cárcel. Sus goznes chirriaron con quejido metálico. Mi dueño atravesó lentamente el umbral que separaba la prisión de la libertad. Echó la mirada atrás. Contempló los muros que le habían retenido durante dos años y un día. Escupió con rabia. Me colocó sobre su cabeza. Avanzó. Era libre de nuevo.

Yo, un humilde sombrero campesino, fui su única pertenencia durante los años de prisión. Ahora se abría ante nosotros un horizonte de libertad. Con mi ala delantera proyecté sombra sobre su rostro. Los reclusos siempre llevan a flor de piel el estigma de la prisión.

Antonio, que así se llamaba mi propietario, se adentró enseguida por caminos de tierra. Anduvo toda la jornada. Temblaban las amarillentas hojas del otoño. Campos de maíz. Racimos oscuros de uva aguardando la vendimia. Atardecía cuando divisamos el campanario de Castelnuovo. Afloraron recuerdos entrañables. Mi dueño regresaba a su casa. Me imaginé el abrazo familiar y las lágrimas contenidas. Una nueva oportunidad.

De pronto, Antonio se detuvo. No sé cómo ocurrió, pero brotó en su interior un torrente de vergüenza por el honor familiar mancillado. Dudó de la indulgencia de los suyos. Sintió el arañazo de la duda.

Minutos después, buscó una rama. Hizo con ella un arma. Se agazapó tras unas acacias. Esperó a que algún campesino recorriera aquellas soledades para atracarlo. El ala frontal de mi cuerpo de sombrero enmascaraba su rostro.

Apareció una silueta en el camino. Antonio empuñó su improvisada tranca. Llegó el caminante a nuestra altura. Mi dueño se plantó ante él. Amenazante y despiadado, le exigió: “Entrégueme el dinero o le mato”.

El transeúnte respondió con calma: “Dinero para ti no tengo. Lo poco que tengo es para los muchachos pobres de Turín. La vida me la ha dado Dios y sólo él la puede tomar”.

Al escuchar aquella voz, un escalofrío recorrió mi cuerpo de paja. ¡Era la voz de Don Bosco! ¡El sacerdote que tiempo atrás se había desvivido por mi dueño! Si le reconociera ahora, ¿le ayudaría nuevamente a salir de la miseria y del error?

Decidí intentarlo. Para ello, dejé caer mi cuerpo de sombrero. Resbalé hasta dejar al descubierto la cara de mi dueño. Don Bosco le reconoció enseguida a pesar de la penumbra. Creció la sorpresa. Se obró el milagro.

Poco tiempo después, dos siluetas caminaban juntas hacia Castelnuovo. El perdón alumbraba la oscuridad del camino. Yo, un humilde sombrero, iba con ellos. Antonio me llevaba en su mano.

Nunca más he tenido que ocultar el rostro de mi dueño. Él aceptó para siempre la nueva dignidad que Don Bosco le ofrecía.

José J. Gómez Palacios, sdb