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Cosas de Don Bosco EL HORNO

Nota

El pan era alimento básico que Mamá Margarita preparaba en el horno de la casita de I Becchi. Cuando llegaba Don Bosco con sus chicos, se convertía en el horno de casi un centenar de jóvenes. Hoy sigue en pie (MBe I, 76; 88; 137-138; 140). Nadie como yo conoció las vicisitudes de aquella humilde familia. Mi interior detectaba tiempos de penuria y de bonanza; silencios preñados de preocupación y períodos de bienestar. Es el privilegio que tenemos los pequeños hornos familiares: recibir el pan; sentir el latido de la vida.

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Nunca olvidaré a Mamá Margarita. Se acercaba en silencio. Abría mi puerta. Depositaba varios troncos. Los encendía con una tea. Aguardaba a que el fuego caldeara mis paredes de ladrillo. Depositaba varios panes recién amasados. Cerraba la puerta. Y yo los transformaba en el alimento diario para sus tres hijos y su suegra.

Aprendí a distinguir las situaciones por las que transitaba Mamá Margarita. ¡Cuántas veces la vi llegar con gesto de impotencia! Colocaba varios panes amasados con poca harina de trigo y mucha de centeno. Era el pan negro de los pobres. Yo me esforzaba para hornear aquel pan de carestía, pero tan sólo lograba resultados mediocres. Panes oscuros. Sabor desagradable. Bocados pesados.

De tanto en tanto en sus labios florecía también la sonrisa del pan candeal, reflejo de la harina blanca de trigo. En estas ocasiones mi trabajo producía óptimas hogazas de esponjosa miga blanca bajo una corteza crujiente y morena.

Me habitué a la rutina de hornear los escasos panes familiares.

Pero el tiempo me reservaba una sorpresa. Lo recuerdo como si fuera hoy mismo. Concluida la siega, la trilla y la vendimia, comenzaba el otoño. El granero estaba lleno. Yo realizaba mi trabajo sin sobresaltos.

De pronto, llegaron ellos. Quebraron el silencio. Sus voces y risas llenaron los prados. Era un centenar de muchachos pobres de Turín. Les guiaba Juan Bosco, sacerdote joven al que conocí cuando, siendo niño, acompañaba a su madre Margarita.

Y, como por ensalmo, cambió mi vida. Una cantidad ingente de troncos pobló mi oquedad. Crecieron las llamas. Sentí un inusitado calor. Depositaron decenas de panes en mi interior: desproporcionada tarea para un sencillo horno familiar.

Sin proferir queja alguna, me apresté al trabajo. Jornadas sin descanso. Soporté toda fatiga al contemplar los mordiscos que aquellos muchachos pobres daban a mis panes recién horneados. Sentí el orgullo de haberme convertido en el horno de la «familia grande» de Don Bosco. Fui feliz.

De esta historia ha transcurrido más de siglo y medio. Sigo en pie junto a la casita de I Becchi. Peregrinos y visitantes se acercan a mí. Nadie me pide que le prepare pan... Tan sólo quieren que me acurruque para guardar mi imagen en el interior de sus cámaras. ¡Cuánto me gustaría que regresara Don Bosco con sus muchachos! Volvería a hornear el pan familiar para ese pueblo de jóvenes que le aclama como padre, maestro y guía.

El horno

El pan familiar

José J. Gómez Palacios, sdb