EL CAÑONERO INFANTA ISABEL UN VETERANO DE LA GUERRA DE CUBA

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del domingo

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OR la antigua Alameda del Muelle —o de Banciforte o la Marina, si se prefiere— siempre la gracia y elegancia marinera de Santa Cruz de Tenerife. En años idos para siempre, frente estaba la playa abierta a la mar y el desembarcadero en el que, en el memorable julio de 1797, Horacio Nelson perdió un brazo, herida que, con la derrota en las calles de Santa Cruz, determinó la retirada de las fuerzas británicas. Tras este encuentro —era guerra entre caballeros— los saludos e intercambios entre el general Gutiérrez y el marino inglés y, en toda la Historia de la ciudad, aquella defensa de la españolidad de la Isla —de todas las Canarias— en la que participaron los casi siempre olvidados marinos franceses que aquí se encontraban. En el Museo Militar de Almeida —y creo por iniciativa del coronel Juan Arencibia— los nombres que, por derecho propio y con los de otros muchos isleños, bien merecen figurar en la calles nuevas de los también nuevos barrios de la capital de la Isla del Teide. En su «El antiguo Santa Cruz», don Francisco Martínez Viera —el inolvidable alcalde de la ciudad y hombre que a muchos, muchos, nos enseñó el hábito del buen leer— escribió: «Diez años del ataque de la escuadra del almirante Nelson, en 1797, fue construida la Alameda de la Marina por iniciativa del marqués de Branciforte, que era comandante general de estas islas, y «costeada por la generosidad de las personas distinguidas de este vecindario, movidas del buen gusto y deseos de reunir su sociedad en tan propio recreo», como decía la lápida que ostentaba en su desaparecida fachada. Este pequeño jardín que fue lugar de reunión y de recreo de «nuestras bellas» durante muchos años, el primero que en nuestra ciudad se construyó cuando no era ni siquiera villa, estaba cercado con muros con verjas de madera y por una artística fachada de tres elevados arcos que remataban un escudo de piedra y dos estatuas de mármol, una de las cuales decora el Parque Municipal». La Alameda, diseñada por el ingeniero Andrés Amat de Toríosa, bien conserva —apuntando con su dedo de agua a las estrellas— la fuente de mármol de origen genovés y, en todo su contorno, la gracia marinera de la ciudad que nació y creció al filo de la ola, al calor y color de toda la mar que rompía en las playas abiertas al océano alto y libre. La antigua y buena imagen debe ser de los años anteriores a 1914 pues, en fondeo, la estampa marinera de un trasatlántico alemán del Lloyd Norte —un típico «Sierra»— de los que, entregados en 1912, hacían por nuestro puerto la línea regular al Plata. De aquellos «Sierra» —«Sierra Ventana», «Sierra Morena», «Sierra Salvada», etc.— queda amplio y profundo recuerdo en la memoria de cuantos vieron y vivieron aquella etapa del puerto de Santa Cruz. En el Muelle Sur —entonces único— la grúa «Titán» que, a vapor, fue sustituida en los primeros años de la década de los 30 por la que ahora se desguaza en la dársena de Los Llanos. Atracado, uno de los correillos grandes —«Viera y Clavijo», «La Palma», o «León y Castillo» que, por la popa, tiene a un frutero de la Otto Thoresen: «Santa Cruz», «San Mateo «San lélmo», etc., que hacían el servicio regular frutero entre los puertos isleños y el Reino Unido, servicio que, en la década de los 20, pasó a la actual Fred Olsen Line, la naviera que con otras— Forwood, Yeoward, etc.— ha señalado un hito en el desarrollo frutero y marítimo de Canarias.

P

En primer término, la Alameda de Branciforte —o del Muelle, si se prefiera— y, en fondeo ante las gabarras, remolcadores y aljibes flotantes, la estampa gallarda del cañonero «Infanta Isabel», que durante años estuvo de apostadero en nuestro puerto. En el Muelle Sur, un correillo de la Insular de Vapores Canarios —luego pasaron a la Trasmediterránea— con un frutero de la Otto Thoresen noruega. Y, en la dársena exterior, un «Sierra» de la línea alemana a puertos del Plata

El cañonero «Infanta Isabel», un veterano de la guerra de Cuba En primer término, el «tren de lanchas», gabarras carboneras con buen festón de defensas, aljibes flotantes —«Tulsa», «Alarico», «Jorge V», etc.— con chimeneas en candela y quey casi banda a banda, tenían en fondeo a los remolcadores «Tenerife», de Marmitón, «Elsie», de Depósitos de Carbones de Tenerife, y «Cory», de Cory Hermanos. Fruteros de cabotaje, goletas de altos palos y finos masteleros —bien las cantó Basil Lubbock en uno de sus libros— y, en el mismo centro de la imagen, los tres palos y la solitaria chimenea del cañonero «Infanta Isabel», el veterano de la guerra de Cub~ ba que, con mucha y larga historia sobre sus cuadernas, por entonces estaba de apostadero en aguas de Santa Cruz de Tenerife. EL «INFANTA ISABEL» Entre 1879 y 1881, en los astilleros británicos de la Thames Iron Works, en Blackwall —en el Támesis— para la Armada española se botaron los «Gravina» y «Velasco», cruceros no protegidos y de segunda clase, tipo de buque entonces muy en boga en las Marinas de Inglaterra y Francia. En la primera destacaban las series «Pelikan», «Cura§ao», «Pheasant» y otras y, en la segunda, los «Vipere» y «Voltigeur». En su obra «Buques de guerra españoles. 1885-1971», el coronel don Alfredo Aguilera escribió: «Las seis copias de los «Velasco», salidas de arsenales españoles, lo fueron: en La Carraca, el «Ulloa», «Colón» e «Infanta Isabel», primer crucero metálico construido en España, dirigido por los ingenieros navales señores Urcull y Alzóla, que lo botaban el 26 de junio de 1885. Aquellos otros dos buques y el «Don Juan de Austria», construido en Cartagena, eran lanzados en el mismo día, 23 de enero del 87, onomástica del joven soberano Alfonso XIII. En el mismo mediterráneo arsenal sebotaba también en agosto del 88, el «Venadito», librado a la Armada en el 91 y cuya construcción dirigía el ingeniero naval señor Puente. En cuanto al «Isabel u», único crucero ferrolano, se

botaba el 18 de febrero de 1886. Este último, mandado construir con el nombre de «Infanta Isabel», lo cambiaba por el luego conservado, según Real Orden del 31 de diciembre del 83. Dirigieron su construcción los ingenieros navales señores Comerma y Reches, empleándose por primera vez en arsenales españoles las remachadoras hidráulicas para planchas y ángulos, justificándose así la rapidez constructora de las obras del buque». El «Infanta Isabel» —al igual que el «Conde de Venadito»— desplaza 1.190 toneladas, cuarenta más que sus gemelos. De 64 metros de eslora, 9,70 de manga, 3,86 de calado y 5,33 de puntal, en tres palos y bauprés largaba 1.132 metros cuadrados de velamen en tres velas cangrejas, petifoque, foque y contrafoque. Estaba equipado con una máquina de doble presión —construida en los talleres sevillanos de la empresa Portilla, White y Compañía. Tal máquina tomaba vapor de cuatro calderas y, con 1.500 Hp sobre un eje, le daban media de 14 nudos a régimen normal. Como todos los cruceros de segunda entonces a flote en las Marinas del mundo, carecía de protección y, con 240 toneladas de carbón en los «side bunkers», a velocidad económica su autonomía era de 2.000 muías. Como sus gemelos, el «Infanta Isabel» tenía proa recta —rematada por el bauprés— y popa redonda, ambas bien adornadas por los escudos afiligranados que entonces estaban de moda en todas las Marinas del mundo. Cada uno de estos buques costó a la Marina de Guerra dos millones de pesetas según —añade don Alfredo Aguilera— declaración del ministro del Ramo, señor Auñon, durante interpelación en el Congreso. Mucho, y siempre bien, se ha escrito de estos pequeños cruceros que, en su tiempo, señalaron el comienzo de una etapa en el desarrollo de la Armada española. De ellos escribieron el inolvidable Rafeel González Echegaray —el buen santanderino que tanto y tan bien se ligó a Tenerife— don Juan Llabrés, el

citado don Alfredo Aguilera con dibujos de Vicente Elias, Bordejé y Morencos y, muy recientemente, Agustín R. Rodríguez y González. Unos en las Filipinas, otros en las Antillas —el «Infanta Isabel» en La Habana— todos intervinieron en la lucha contra las fuerzas de la USA Navy. Desde la capital de la entonces isla española, el «Infanta», con el «Venadito» —su gemelo— y el cañonero «Nueva España», que terminó sus días convertido en el carguero «Presen», lucharon contra las fuerzas navales estadounidenses que mantenían el bloqueo. A mediados de 1899, el «Infanta Isabel» fue uno de los buques que, en la agrupación naval al mando del capitán de navio Marenco, regresó a España, con escala al redoso de la isla de El Hierro para, en fondeo, hacer carbón de los transportes que la convoyaban y, de cuando en cuando, remolcaban a las unidades menores. Ya en España las unidades del hasta entonces Apostadero de La Habana, por Real Decreto del 18 de mayo de 1900 fueron dados bajas los buques que se consideraban inútiles para el servicio —«Isabel II», «Navarra», «Marqués de la Ensenada», «Ejército», «Temerario», «Marqués de Molías», etc.— si bien algunos de ellos se salvaron del desguace y volvieron al servicio activo cuando el contralmirante Ramos Izquierdo fue nombrado ministro de Marina.

El 3 de agosto de 1900, el «Infanta Isabel» —ya clasificado como crucero de tercera clase— sufrió una explosión en una caldera y, en dicho accidente —ocurrido cuando el buque se encontraba fondeado en la Concha de San Sebastián— fallecieron dos de sus tripulantes y otros veintidós resultaron heridos. Modernizado en 1911, el «Infanta Isabel» mantuvo su característica estampa marinera —tres palos con velas cangrejas, puente y chimenea entre los trinquete y mayor— y, posteriormente, fue enviado como apostadero a la entonces Guinea Española. A partir de entonces, el «Infanta Isabel» estuvo artillado con diez cañones Nordenfelt, de 57 milímetros y tiro rápido —repartidos a banda y banda— y, en el castillo, un Skoda de 70 milímetros. De nuevo en aguas de la Península, el «Infanta Isabel» quedó integrado en la Escuadra de Instrucción. Sufrió en febrero de 1914 los efectos de un fuerte temporal y, por su ejemplar comportamiento, dos contramaestres y dos marineros fueron recompensados con la Cruz del Mérito Naval. Ya en los años de la Primera Guerra Mundial, el «Infanta Isabel» intervino con otros buques —«Extremadura», «Reina Regente», «Laya», «Recalde», etc.— en la vigilancia de litoral marroquí. Posteriormente pasó al apostadero de Santa Cruz de Tenerife, el cual luego cambió por el de Las Palmas y, en su lugar, arribó el «Laya». Se encon-

traba en el Puerto de la Luz cuando la epidemia de «gripe española» afectó a su dotación, atendida por médicos españoles y dos extranjeros, el inglés William Seddon y el danés Thomas Thomson, a los que le fue concedida la Cruz del Mérito Naval. Tras un incendio de gabarras en el Muelle Sur santacrucero, el «Infanta» fue enviado a Barcelona para, a la vuelta, arrumbar a La Güera, donde desembarcó fuerzas de Infantería de Marina para la protección de la zona. Siempre fondeado frente al cuartel del Grupo de Ingenieros —así nos lo muestra la antigua imagen— el «Infanta Isabel» era estampa permanente en el puerto de la capital tinerfeña. En sus visitas a las Islas, tras virar las anclas y ya en franquía, largaba las congrejas y, poco a poco, se perdía, con blanco de velas y negro de humo, en la raya lejana del horizonte. Nuevos cañoneros en la Armada española —-«Laya», «Launa», «Recalde», etc.— y, también, sus estampas grises y estilizadas, rematadas por la chimenea de sómbrete y en caída, relevaban al veterano de la guerra de Cuba. Tras ellos se incorporaron los de las series «Ardía», «Uad» y «Alcázar» a la Marina y, en 1926 —tras dos años en segunda situación— el «Infanta Isabel» fue dado de baja y, una vez desarmado, vendido para desguazar. Así, entre el chisporroteo alegre de los sopletes desapareció para siempre la estampa elegante del pequeño crucero que, allá por 1890, sustituyó a la goleta de vapor «África» —de 629 toneladas, dos cañones y 280 Hp de potencia de máquina— en la histórica estación naval española en el Río de la Plata. Cuando el «Infanta Isabel» se fue para siempre, en el arsenal ferrolano se encontraba el «Conde de Venadito» —tan ligado a la historia de los Amagas tinerfeños— que se mantenía a flote como pontón y escuela para los especialistas en torpedos. En Cartagena se encontraba otro gemelo, el «Isabel II», que arbolaban los palos machos, que no los masteleros ni la solitaria chimenea. Poco antes de que, en julio de 1936, se quebrase en España el frágil cristal de la paz, el «Venadito», zarpó a remolque para, en alta mar, ser utilizado como blanco por los cruceros «Almirante Cervera», «Miguel de Cervantes» y «Libertad», antes «Príncipe Alfonso» y más tarde «Galicia». Con su artillería de 152 milímetros, los disparos de los cruceros —que iban a la máxima— lo centraron con las primeras salvas y, ya con las segundas, lo alcanzaron de lleno y hundieron. Entre los piques de la artillería de los cruceros —para Rafael González Echegaray los más bonitos que en el mundo han sido— desapareció el «Conde de Venadito», gemelo del «Infanta Isabel» que, durante años, fue estampa obligada en el puerto de Santa Cruz de Tenerife.

Juan A. Padrón Albornoz

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