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Guillermo Fernández Toledo

No vengas a buscarme.

“El mundo debe ser romantizado”, escribía el poeta alemán Novalis. El mundo estará romantizado cuando, en palabras del filosofo Friedrich Schelling, todas sus apariencias se conviertan en experiencia personal, y los objetos se tornen sujetos. Asir el destino, espiar la existencia… La pintura de Guillermo Fernández Toledo nos mantiene cautivos. Cuanto mas nos rendimos a su contemplación, mas nos acecha.

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En su afán figurativo, la pintura lleva al espectador a una visibilidad aumentada, en la que el mundo es escenografía; el afecto, lo que en la obra nos motiva y nos detiene al mismo tiempo, activa el principio dionisiaco de perdida de los limites y nos abandona en lo liminal. El artista demarca un territorio incierto: es el reconocimiento de un lugar posible donde todo (la narración, las formas, el color no contaminado) es puesto en entredicho por un elemento visual que, en la escena, augura el acontecimiento. Un acorde dramático, discretamente irónico, asoma en el relato alterado. Formas bellas cargadas de búsqueda, formas bellas en el juego de los desacuerdo, formas evocadas estas, quizá, las verdaderas e improbables. Un pacto de incertidumbre parece conformar una alianza reflexiva entre los elementos manifiestos de la pintura, por un lado, y los pensamientos, por el otro, es decir, entre las imágenes y su sentido, entre las imágenes y el tiempo. De manera inmediata algo parece resistir nuestra idea natural de las cosas; en esta imposibilidad de reducir lo visibles a términos lógicos, su pintura silenciosa y poética encuentra su pertenencia. Toda certeza se desmorona. Algo latente fluctúa en la obra del artista; en nosotros esta dejar de lado la primera mirada que apela a su virtuosismo técnico, e intentar, como un acto de fe, asir el destino.

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